jueves, 29 de marzo de 2012

Florero (1664) y Tomás Hiepes


Florero (1664) y Tomás Hiepes
Colección Masaveu. Oviedo

28 de marzo y el 2012


Lo hermafrodita. Doblegar el momento de lo falible. Salvar el fragmento de lo arrancado. Mutilar con el color el espacio. Calmar el paladar. Entregarse a la sordera. Cerrar o abrir las cortinas. O.Y. Abrir o cerrar las ventanas al orden mecedor de la brisa. Y. O. Cuántos cirios encender para que acompañen al desgaste. Cuál de las contradicciones está hecha de pétalos en lo oscuro.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Bulto carnicero



28 de marzo del 2012 

Tan pronto me levanto, recuerdo haber sentido, durante la noche, el roer en los huesos del hombro. La dentadura de un cuerpo (bulto carnicero). La vejiga (dura) y yo nos movemos en una muchedumbre hacia una colina que se empoza. Aparece La Parálisis. Un peso sin volumen me agarra de los hombros. Me tritura. Me susurra como un corifeo. Y me aparta tranquilamente sin dejar de aplicarme su pesadumbre. Quedo atrás, abandonado, en lo que se disuelve el gentío, y sin dejar de sentir el mordisquear.

En el autobús 167, la muchacha sentada a mi lado me mira de soslayo. Tiene las manos blancas. Las uñas de rojo cundeamor. Un anillo con un azabache negro. Le sonrío cuando decidimos mirarnos. La luz detrás de ella me espanta. Su perfil me espanta. Su belleza blanca me espanta. Mi vejiga se espanta. Los pantanos de Rutherford pasan en una lista de montones negros en una pizarra veloz. Me espantan. Me espanta cuando su hombro accidentalmente roza mi hombro roído. 

La muchacha se baja en la parada del Hotel Marriott. Me sonríe antes de levantarse. Es alta. Pantalones y chaqueta. Toda de negro. Desde la ventanilla la puedo ver quedarse atrás. Camina mirando sus zapatos. A mi lado, ha dejado su asiento tapizado de azul. Dentro de la vejiga se me acomoda el frío de la mañana. Y el espanto me ayuda a estirar la mano, poco a poco, hacia el espacio donde estaba sentada. Nada. No ha quedado nada. El dolor en el hombro también se ha ido.

martes, 27 de marzo de 2012

El balcón

Composición en rojo, azul y amarillo (1921)
Piet Mondrian


27 de marzo y el 2012


La maña saca su cuchillo y la frialdad esperanza la calle como una fruta. Hay dos combinaciones sin excederse. Las mujeres aprietan los glúteos bajo el empuje de la fría ventolera versus los autobuses que marchan todavía sin los faros encendidos. Dos hombres atinan a voltear la cabeza por donde la luz mengua y se levantan restos de papeles. Si uno insistiera ahí, podrían coexistir dos líneas paralelas que se podrían reducir a un Mondrian en movimiento. La otra combinación atraviesa una mesa adornada con mosaicos donde un plato de alardes germanos tiene encima una pareja de cisnes de cerámica (coreana) entronados en un corazón blanco y de orillas doradas. La mesa está en el balcón. Y desde el balcón, entre las rejas, se puede ver un roble joven y florecido moverse. La combinación de los desbordes de los colores y el ansia que denuncia al cedro se interrumpe cuando pasa una muchacha con un vestido amarillo y un auto que en segunda, y en dirección contraria, baja la velocidad. El rugido del motor, como un punto de vista, me transfiere un cuerpo, la estética al revés, sin cromática, de unos largos dedos. Mis manos con el vacío prendido a un hilo de terciopelo, una inclinación tan ligera en mis intenciones me absorbe sin tocarle. Resulta que, en el preámbulo de mudos, el sentido opuesto, el bandoneón dentro de sus axilas, la bellota carnosa que despuebla la boca, y el modo que cruza las piernas en mi colchón, son una aparición parecida al frasco donde están los higos de Colindres sumergidos. Es un replay. Tiemblo. Y me fijo en otros detalles. Debajo de los cisnes, en el plato, aparece una escena parcial de La Santa Cena.

lunes, 26 de marzo de 2012

J. S. Bach (eccema del aire)

Grabado siglo XVIII
Concierto en el coro de la iglesia de 
Santo Tomás, Leipzig


26 de marzo y el 2012

Eccema del aire. Raspa desde adentro, redobla por los sonidos y se aloja con tal agudeza que desde algunos árboles, ya desconcertados, levantan trinos y vuelos los gorriones. Esa sopa matutina. Se mueve en su mar de imprecisiones la palanca. La que jala. La que maniobra y se desperdiga. Para que el día se desarraigue y sea una proeza otra vez. Repaso, en el pasto húmedo de las praderas de Rutherford, algo extraordinario para contarte. Pero, tengo poco en el peso ocular. Cargo en la lengua con la iglesia de Santo Tomás, Leipzig, y los collares de semicorcheas y fusas (recortadas) en las barras de los tendidos eléctricos. Me recojo los dedos en un clavicordio veloz y bien templado. Ese irse tengo según paso. A mi derecha, el sol se levanta como un bombillo en un cuarto vacío. Lo tuerzo tres veces a la izquierda. Cierro los ojos. Y se apaga.

viernes, 23 de marzo de 2012

Marranas 40


23 de marzo del 2012

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Se inventa una virgulilla. Ahí cuelga sus amores. En el buzón deja caer un sobre con el nombre escrito en un diágrafo. Decía algo sobre sus pesares y una línea específica Donde el amor no se impone, no vale diagnóstico alguno. La copia la dobla cuidadosamente y la archiva.

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Después de la fosforescencia lo que le queda es un acto de total desespero. Le muestra el tamaño de su verruga. Le pide perdón varias veces. Le mira a los ojos. Y le promete amitosis.

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Se hermana con una ciudad consanguínea. Heraldos y escudos. Nombres tramposos que perdieron letras. Saca un grueso manuscrito de viejas alcurnias. Los lee en voz baja. Ombligado se sienta con una aguja y traspasa la tripa.

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Cuando se le rompe el día, lo que le queda tiene que ver con una arbitraria lista de lo que no ha visto. Hoy. La estepa rusa. Halifax. Un avión caerse. Las tardes de enero de Bahía Blanca. Un sitio 300 quilómetros al sur de Trípoli. Una convención de ciegos. El culo de Iddy. Los plásticos amontonados en los barrios de Manila. La mujer del presidente pintándose el dedo gordo del pie izquierdo. 

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El atardecer ingiere al paseo. El paseo ingiere al paseador. El paseador ingiere sus pasos. Los pasos el pasado. El pasado a Pepa. Pepa las pepitas. Y así posesivamente.

jueves, 22 de marzo de 2012

Penjing



22 de marzo y el 2012


El puente una miniatura. La primavera también. El espacio en siete letras. Una madeja del gris y la plata para describir las aguas que, entre las rocas, y debajo del puente pasan. Como si hacia los bordes de un plato la vida pudiera planificarse y allí crecer entre los matorrales florecidos. Dentro del volumen la retirada. ¿Qué es lo que resiste en su forma la madurez? Se (entra) con los ojos pegados a la belleza de lo contraído. Se inclina el gesto de la ternura. Lleno de miedo. Un cuadro torpe, perverso y recién nacido. Uno se siente capaz de pisotearlo todo y cagar para siempre el transcurso del destino.

miércoles, 21 de marzo de 2012

La guardiana del huevo negro (1955) y Leonor Fini

La guardiana del huevo negro (1955)
Leonor Fini

21 de marzo del 2012

Silba. Dobla las fundas de las almohadas. Ordena el cuarto. Sería tan fácil. Pone al niño a dormir. Tiende la cama con una sábana azul con flores blancas. Y arremeter. Cierra la ventana y amarra los visillos. En la cocina lava los platos. ¿Me hago un café? Pone el labio inferior en la taza y se lo va pensando. Le pone el primer tallo al nido de un huevo negro. Hervido. Donde nadie puede alcanzarme. Descubrirla. Lo importante es matarlo. Verlo muerto. Darle un balazo. Clavarle este cuchillo hasta verlo caer. Sin embarrarse de sangre. Todo ese rojo sería un desastre. Un balazo es limpio e impersonal. Explosivo. Le apuntaría al pecho. Cerca. Y ya. No miraría atrás. No. Tampoco. Tendría que mirar para saber si está muerto. Eso le daría satisfacción. Verle la cara en la última agonía. Le miro a los ojos hasta allá adentro. ¿Y si todavía me ve? Qué me importa. Cuando cae sorprendido, se da con la cabeza contra algo que se la revienta como una calabaza podrida. Aunque no le dispararía en la cabeza. Lo embarraría todo. Y luego no podré comer carne por un año. Saca del refrigerador las verduras. Corta la cebolla en trozos diminutos, el morrón, el ajo. Corta en cuatro un trozo de vacío. Para que rinda. Si se deja estrangular lo haría con mis propias manos. Déjate ahorcar, hijo de puta. Le miraría los ojos inyectados de púrpuras. Le escupiría los ojos. Y con las uñas se los escarbaría. Le metería directamente el índice. Hasta el fondo. Hasta que explote y salga el chisguete de agua ocular y me embarre. El sofrito se me pasa. Necesito aceite. Y si saca la lengua, se la mordería hasta cortársela. Eso no. Coño. Se le llenaría la boca de su sangre. Eso sí que no. Se la aguantaría con una mano y con la otra se la cortaría con una navaja. La navaja suiza que le regalé. ¿Cómo le va a cortar la lengua mientras lo estrangula? No importa. Lo hace de todos modos. Lo estrangula y después le corto la lengua. La tiro en el zafacón de la basura con las cáscaras de huevos y plátanos. Y para no dejar rastros, le pone doble bolsa del mejor plástico y espero que nadie esté cerca cuando lo mete en el zafacón del patio. Ya son dos bolsas que hoy he tenido que sacar. Ya me preocuparé luego del cuerpo.

lunes, 19 de marzo de 2012

Evacuaciones alvinas


Aparato digestivo para colorear. Autor: Maureen
19 de marzo y el 2012

Comiscar. Agarres y tensiones. La mandíbula, atada a una gran tripa, se empeña en desenrollar el fraseo. Una estrategia de dientimellado desacierto serrucha en los aires la materia. Aquello de un principio rastreador, gris y pesado, agazapado en el sueño. Y. O. El queso que nunca cuaja en el suero. La aguja que no pincha el folículo. La carne indigerible como un pródromo en la lengua. Algo ahí. De rufián  que se engolfa en el paladar y no logra responder en su atoro. Toda una meta o un reto que empuja. O. Puja en la tolvanera del bolo y la saliva. Como una serpiente de piel de organdí que baja y baja para sepultarse en la voz. Y en las envolturas, el paquete del ser, los pastiches, la gramática burbujeante de los interiores, delatan al Lazarillo del cuerpo, y los tropiezos, compuertas y opilaciones, y el puyazo vertical.  Al otro lado, como de aquí a China, la ingravidez de lo que adentro viaja, vuelve, con suerte y después de un café, hecha lémures de muy mal aliento.

domingo, 18 de marzo de 2012

La jarra de las amapolas

Cabeza de larva de mosquito/ Susumi Nishinaga




18 de marzo y el 2012
 
Domingo. Vías combinadas por los amarillos de la pared de este cuarto. La luz se estaciona en el filo del colchón. En el apartamento de la vecina de arriba, el estambre de un lejano rock and roll de 1957 separa  dos rodajas de pan con sal y aceite. Aparece la cara de mi madre. Su traje de pana verde. Sus tacones. Y aparezco yo. La Casa. La limpieza de los mosaicos (ahora) con la humedad en las narices. Y Eso es insuperable. Pero lo que me encuentro a mitad es una reacción variable de aquellas cosas. La levedad con que se aprende a sostener la memoria. Aquello que suelta en sus propias partículas (una anatomía) y sobrevive por un tiempo antes de extinguirse. Me refiero al florero. A su agua turbia. A los tallos encebollados de las amapolas. La lupa que exagera a mi mano. Y. O. La carga absurda de mi madre alrededor de sus muñecas paralíticas y con baberos. Y al lado, la mesita con el radio Zenith. Como si en un nocturno caso de mariposa domesticada diera a conocer el lenguaje de Bach. Por si acaso a los niños un día les da por la música.  

En el sofá tejido de esparto, de cara a la calle, escucho, al lado de tres muñecas vestidas siempre de domingo, una radio novela. La gente, frente a la puerta, pasa con sus cargas del almuerzo. Dice mi madre Es un eco permanente. Algo ya no es como antes. La luz de la calle (de par en par un párpado me persigue) se transforma en los mares que habré de vivir (El Cantábrico, El Plata, El Mediterráneo). Aparte, la lucidez de las cosas converge con las sombras de los muebles y el rosicler del cielo raso. Porque adentro, donde las cosas aparentan ser tan simples, la sala pertenece a un atlas de mi padre, a una primera lectura de Poe al margen de la hipotermia y el Ártico, a un abismo, a la conversación de dos amantes en la estación de radio.

Mi padre me manda a buscar hielo. La barra, envuelta en papel de periódico, apenas resiste las diez cuadras y el calor del mediodía. A la mesa llega un trozo embadurnado en tintas. Lo lanza en la jarra. Mis hermanos guardan silencio. Mi madre alza los brazos y sirve el almuerzo. Mi padre baja el rostro y comienza a darle gracias a Dios. En la jarra se contraen varios gusarapos como si fueran movedizos signos de admiración. Por lo demás, no puedo superar el rojo de las amapolas que se intensifica en la lupa de la jarra. Amén. Yo tengo una capa, dengue, de oro y de plata, dengue.

sábado, 17 de marzo de 2012

Bodegón

Bodegón de Francisco de Zurbarán
17 de marzo y el 2012

El botellón de la leche es de un plástico que contiene los accidentes de la transparencia. A su lado, una botella de Carlos Serres tiene el sello del corcho desgarrado y rojo. No es una excusa. Una gota le ha pasado por el bigote a la foto del fundador y llega hasta el culo. Un pequeño redondel se derrama en el mundo de los cuadriláteros y las galaxias del linóleo. Hacia el fondo, donde la pared se integra con el color hueso, una tabla de quesos. Sobre ella descansa una simple trampa para ratas. La trampa es negra. Al lado de ese negro, la caja de habanos tiene una vitola en amplio forro y dista, orgullosa, del nombre de Arturo Fuentes con sus ocho monedas de oro. Está estratégicamente puesta en un ángulo obtuso sin tocar la tabla. Adentro hay cuatro relojes de pulsera. Nomos, Eternamatic, Omega, Tissot. Sans naufragio, una bolsa plástica, en rojo, contiene libretas de inciertos amarillos y reposa parcialmente sobre la caja. Se balancea (casi) sin llegar a rozar la pared. Contra la pared hay una tarjeta que dice Charritos. Frontal. En ella aparece la cara de una azteca con un collar rojoverdeblanco y su cabello adornado de cartuchos con largos pistilos amarillos. Ella aparenta mirar una villa, blanca y circular, que en un barranco se disuelve en la distancia. La realidad es que los cartuchos se lo impiden. Más allá, en una mar añil, corona, arqueada, la palabra Charritos en letras blancas. Pero justo a la derecha, hay una columna (dórica) de libros que se pierden de vista al lado de una falsa chimenea. Un mareo en dirección al fondo. Un torbellino por el marco de la tela en los títulos escogidos. Una sombra se inclina al azar en un íntimo desarreglo. No faltan las virutas de pan y polvos añejos. Los bordes carcomidos. Y la cuchilla suiza. 

jueves, 15 de marzo de 2012

Los idus de marzo (Iddy y el rizoma de los higos de Colindres)


15 de marzo y 2012

Llovería. Sueño con Iddy y el rizoma de los higos de Colindres. Ambos, como en los malos sueños, se esparcen en un replay por mi vida. Los higos, nietos de un largo viaje, terminan flotando en los azúcares de un pomo. Y allí se pierden de vista en una larga espera. A Iddy la voy a buscar en una estación de autobús. De pañoleta y gafas de sol me divisa. Y toda su altura se me acerca con la aflicción del cariño. Un frío dentro de su voz me descubre cuando me dice Cariño antes de ponerme la mano en el pecho. Lleva calcetines altos y negros y una falda de guinga. Pero es su voz la que, en un infinito repetir de cuadros rojos, siento acercase a mi boca. Así. Tan cerca. Ante sus largas manos, me paraliza una intuición que no logro darle forma. ¿Qué empuja, en el filo de la ficción, un ropón de encajes de Chiswick cuando por fin la beso? Pero besar es otra ficción que propone y no altera el vacío, las proporciones, los remates. Hemos quedado a la intemperie. Dos estatuas que se han dado por terminadas y se dejan hacer Lo que tú quieras. Después, el cuadro de mis repetidas tristezas. La grasa antigua. El desliz de cosillas, en negro y resbalosas, se va cuchicheando hasta abordar el sitio de lo inconversable.

martes, 13 de marzo de 2012

La errata de Kandinsky

13 de marzo y el 2012



Grave asunto. La joroba de la luz se pega en el lado norte de los cedros. Me quedo acá sentado con este pedazo de marzo sin resolver la resaca verde. O. Y. La errata de Kandinsky.  El viento despeja en las bolsas plásticas otra hora con mejor digestión. Supone (barométrico) estallar contra la alegría y disponer de esta levadura de los agrios, arremangar la camisa y el pellejo de este invierno. Los intervalos. Otra vez. Medio asomados, ya algunos gladiolos se estremecen en la mar de la ventolera que viene oteando desde los lagos de Minnesota. Que viene hace rato. Desde las costas de Japón y China. Desde entonces. Desde donde Mucho más arriba pasa una bandada de gansos de nieve en dirección contraria a las nubes. Y cuando pasa, por un momento, se recuperan los errores. Un pino gigantesco, frente a mí, se mueve dentro del mamut que lo envuelve.

jueves, 8 de marzo de 2012

Marranas 39




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Do sultanes y prepucios expuestos paralelos.

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Do amnistía para pericos.

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Do estudios por coacción en cuatro patas desafiantes.

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Do la regla de fa y sol me la lame.

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Do el pájaro trueno cagado de frío.

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Do compinches campanas son comadres sin apellidos.

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Do curvas tras la última recta intentan rectificar.

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Do Arizona se inunda de ranas pero Tucson de Patsy Cline.

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Do sur por nort por este. Y. O. Este.

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Do y dos son esos sesos.

martes, 6 de marzo de 2012

El experto en patrística



6 de marzo del 2012

Ostenta, entre algunos conocidos, que sus huevos pasados por agua le salen perfectos. Cuando uno lo escucha, jamás sospecharía que detrás de esos huevos, llevados a la delicadez, haya un experto en patrística. Calladamente se refunde con la muchedumbre de marzo. Cruza la 5ta. Avenida y la calle 42. La tarde con sus sacarinas lo encandilan, le corre por la piel una sensación tan espantosa que tiene que sentarse en los escalones de la biblioteca de Nueva York. Por allí pasa el mundo. Concibe. Se lo asegura. Le hubiera gustado entrar en la catedral de San Patricio Si me hubiera hecho el propósito. Propósito. Y se lo dice en voz baja. Caminar por la oscuridad y dirigirle la palabra a San Reinaldo en esta hora de esplendores cuando la luz, a esta altura del invierno, ya cambia y el cuerpo se anima, y el  animal se transforma. Si lo hubiera hecho, y puede escuchar a una pareja de turistas que pasa discutiendo a gritos, desde uno de los bancos traseros observaría a Santa Camila (resplandeciente) con sus pliegues rosados aguantado la pesada cruz que arrastrara San Expósito hasta el momento de su expolio. Y él, desde allí, descansaría, de la ocupación del día. Del bullicio y el corre corre. Nada como sentarse y refrescarse en los bancos de una catedral. Abrirse un botón o dos y dejar que el frescor y la humedad le lleguen hasta las tetillas. Y desde luego, mirar a la gente entrar y salir sin saber que buscan. Folletos en mano, mirada alzada, imantados por los brillos del altar o por los abundantes racimos de flores (blancas) frente al púlpito, justo donde parece caer una luz mágica y desoladora. ¿Será ese gusaniento espanto que siempre lleva en el pecho que no le permite ver más allá? Es la vieja incógnita. Durante los años universitarios, y después en el seminario, la voluntad se le perdía entre la gente. Y su devoción por las historias místicas le fue cobrando momentos tortuosos. Todavía puede ver frente a él, en la mesa de la biblioteca del seminario, el viejo pergamino con un dibujo de Santa Gertrudis de Menetras, rostro al cielo, túnica miel y carmesí. Qué belleza. Había quedado conmovido por la insistencia con que aquella mujer pudo afrontar las trampas y los escondrijos del alma para aflorar en la cresta de la piedad y los altares. Allá en el fondo, le aterraba toda devoción. Lo que tenía que transitar por la terminal desierta de la confesión. Y sobre todo, abominaba la entrega. El lodazal de las cegueras momentáneas cuando la fe flaquea y esa voz escondida en los propósitos divinos se convierte en un sello del silencio. Cómo batalló. Perpetraba sus mejores dudas en las noches. Las codiciaba. A veces, en el momento antes de caer en el sueño, imaginaba en variantes, que bajo la sombra lunar de una haya leía con La Santa Teresa de Bernini, a quien tanto deseaba, y le ajustaba sobre sus poemas unas esteras que se elevaban directamente, de entre sus perniles, hasta la presencia del páter. Ahora, sentado en la escalinata, entre los dos leones de la biblioteca de Nueva York, y que respigan aquellas noches, se le asienta, en el cielo de la boca, la sed en medio del incesante tránsito. Una sed muy parecida a las de aquellas batallas nocturnas. Mira hacia  su derecha (downtown) y calcula que el bar McCoy’s está a nueve cuadras. Es cuando mira su reloj que el deseo se le aparece en la forma perfecta de un vaso de cerveza. No pierde la serenidad. Antes de levantarse, ve el sudor transparente que rueda desde la boca (espumosa) y baja engordando hasta el culo. Franziskaner Weissbier Dunkel. Concluye que sería una hermosa manera de violar la ley de pureza bávara.