domingo, 30 de diciembre de 2012

Todo el día Bach


Gerhard Richter, Abstract Painting (911-3), 2009



Todo el día Bach. Toda la tarde copos sumidos. La clorofila con su insistencia en los pinos del frente, la invertebración del viento de izquierda a derecha. La luz.

Me inclino sobre lo que cocino. Ajos picados, cebollines en perfectos estados circulares, el perejil macerado. Se me escapa la última tocata BMV 2…y el comentarista recalca, cuando aun humea la pasta, cuán parca la interpretación se escora al pórtico de la memoria de instrumentos olvidados. Si tuviera olfato, le replicarías, ese instrumento, para que no se olvide de la pimienta y la cantidad exacta de sal, ya no me interesa.

Ceno a las cinco y media. Hace rato que afuera alumbran los faroles. Emma me envía una foto. Aparece parte de su rostro. Toda la quijada incluida con sus respectivos labios, el cuello, los hombros en dos calzos, y la entrada a los senos que delinean/separan la piel de las vacaciones y la piel escondida.

La nieve desciende ahora sin prisa. El American Jazz Quartet persigue a Bach. Dejo que el corcho de la cava se estrelle contra el techo. Me siento en la alfombra de mis penitencias y leo el diario de José Kozer, Una Huella Destartalada. De burbujas a agujas, y sin pespuntes, me zambullo en varios recuerdos paralelos a los hechos que leo. Dejo de leer para imaginarme que escribiré lo que estoy pensando mientras leo.

Una sonata me estremece. Estoy convencido que lo que me rodea es un único silencio producto de La Parálisis. Se intercala una corteza con verde y liquen, la piel de un lobo que se estira, una dentadura en mi burbujeante cava. Unas ganas de llorar. Pierdo, otra vez, el BMV.

Shostakovich. Quisiera renunciar a este espacio que ha quedado untado con el aroma de los camarones de agua dulce y el menjunje de aceite de oliva entreverado con los linguini que cuelgan del cello.

Después me percato que renunciar no tiene importancia. Esa seducción por completar los espacios, y redimirlos con la perfección de los anhelos, es un síntoma de fatal entusiasmo.

Muy tarde en la noche. Ha parado de nevar. Ahora la noche comienza a empujar ese telón blanco en brazos de Gerhard Richter.  

jueves, 27 de diciembre de 2012

Amor mal parido de un misógino





A  ésa la mato con fístulas y chocolates belgas, medusas y células drenadas. La mato, en fin, en medio de una fiesta para que todos se enteren. Una sed así, rapaz, su traje Rabanne, imbricado por las vulvas más resbalosas de estas inanidades, la podría verter. Inclusive, la mataría en un bar de sushi si tuviera que pronunciarla empacada de agrio en arroz, vocales, toros y salmones, y su pie fuera traspié o pie de rey o un simple pie deforme, y antes que se quitara armiño y ponleví, antes de trabar su agudeza hasta la garganta protagonista o compartiera el ostentoso encanto (redondo) bajo el edredón de esas plumas de la coriza de sus muslos, la mataría mucho antes de los títulos, del peso hermoso de sus pasos y de todas esas cosas que llenan de tantas inseguridades si tuviera que llevarla al papel o si tuviera que decapitarla en lo alto de un zigurat y ver su cabeza rodar hasta mis pies para quitarle la peineta de los versos que le regalé aquel día, a principios de este año, y del cual no me queda más que mal recuerdo.    

jueves, 20 de diciembre de 2012

Hilandera



La hilandera de Johannes Vermeer


De aguja a pespunte, la mano de madre extendida, el hueco donde la hebra ha llenado su posibilidad. La ruptura. El interrumpido trazo, ahora que la mano ahínca sobre sus carnes para empatar el vacío de lo perdido, hace un cero en los aires y regresa en su posible caída hasta desaparecer. Aquí tan cerca. Revolotea, como si buscara aire otra vez o vida jaloneada y apareciera  en su desliz el mar Caribe con un anzuelo en las entrañas, lucha con sus acuáticas alas para volver a la penumbra, a las aguas de amarillo isabelino, empuja por los alisios un rotundo no en su dorsal contraído, se mete en la epidermis de las gotas encajadas de perlas y algodón, precisamente donde crecen al instante retamas de los tintoreros, así aparta, entre fibras, vaciando un pulmoncito de zunzún, y, detrás y por debajo, por fin, la trama ata las riberas de la herida en simple tirón.

martes, 11 de diciembre de 2012

Confesión




He dicho que la quiero. Odiosas pullitas y plusvalías de los detritos de esos cuernos afilados y la carga (proclive) a todo bien, que puse a sus pies por caridad y volviose mal riñón, hasta hoy en el costado me asedian. Yo la quería. Y la seguiré queriendo vulgarmente con este olor a pezuña. No me olvidaré- y cómo- de su torpeza para hacerme sufrir bajo el calvario de mil humillaciones y que sin percatarme así la tomé por santa y por buen culo que me dio una noche en León en un hostal justo por donde pasa el Camino de Santiago. Y desde entonces hasta pulpo en vida retorcí para hacerla feliz, por lo menos, que dientes torcidos tuvieran hierros, y a manos de panadera le pusiera brillo y pintura de cundeamor como me gusta en una mujer marrana y de extensas grasas, porque comió hasta más no poder (engullir) pinchos y pinchos de flaca a hermosa y de ahí a ser un globo de feria, un algodón dulce de azúcar rosicler para cuantos morros, toda su risa mal crianza y excesos como una niña que lo quiere todo, porque la pobre nunca tuvo nada y comer la hacía tan feliz y sexy y le recordaba su niñez en San Antonio de los Baños de arroz blanco y plátano maduro frito en manteca y la cascada de un riachuelo los domingos, los mencionaba en un paquete turista de aquello tan lejano del orgullo, hasta el día que llegó su marido, un negro flaco, bongosero de guinga y vaqueros, y a quien llevó al Corte Inglés en taxi directo desde el Barajas, y aquí dejome tendido en el pueblo, en la maraña de los visillos. Y nada. Yo al bar. Una copa en frente como el Señor lo hubiera hecho sobre el cuerpo del perdón. Sin saber de quién la culpa, abstuve venganzas y morbos con el alcanfor del tempranillo y los alivios de nuestras fiestas este último San Juan. No es tan complicado, busco alejarme, por ella, del odio y las facturas de lo que cura el dolor candente si se asoma la muerte a la hora cuando uno se acerca, moribundo, al amor.