Estarcido. Y la saliva le va concediendo un
sabor que sobre los techos de Toledo había tenido el albur de una tarde cuando bajó
del estribo con el alma en giros, un ardor en el costado donde ella se alojaba sobre
todo el reino y sobre toda la fuerza de sus ingles.
Los parapetos. Indultos. El carbón y el sabor a
ciervo. El olor a cuerno de toro, descompuesto. La tripería. Le asoma a
los ojos (como) una lágrima, sin sal, todo aquello después de las pérdidas. Un ángel
al lado -desplumado- dándole órdenes para que se vaya a su propio infierno.
Lo sabe. Y buscar en la ceniza el cordón, todo
aquello -le vino- instante, el espesor de su cuerpo contra el de
ella. El desmadejamiento. De la alcoba la lumbre, el poniente, perderse, escudos
y cosas que no pueden remitir. Y (cuando) está por llorar hubiera dado todo por
haber nacido -infinitésimo instante- en otro rio y que jamás conocido hubiera a
la culpable por donde ahora su vida rueda -rueda- rueda su decapitada cabeza.
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