sábado, 28 de abril de 2012

Mauricio R. (“Copy”, algo liviano)



Copy: general sign



Ayer, por la mañana, vi a Mauricio R. en La Cafetería. De suéter negro. Mucho más gordo. Es que uno piensa que lo que nos trabajaba antes nos sigue sirviendo hoy. Me lo explica con el rostro sereno. Mauricio es un tipo que transmite tranquilidad; y como buen tenista, se sabe balancear sin crear al interlocutor ansiedades. Cuando le pregunto si sigue jugando se mira las piernas. Se aprieta la rodilla derecha y menciona una parte de ella como un si fuera un instrumento de navegación de un buque a vapor. Y lo comprendo. Se agarra la barriga con complacencia. Presión contenida, me vuelve a explicar. Y se vuelve a balancear con gracia mientras me pasa las mejores recetas para desinflar las protuberancias hidrópicas; el rostro se le abre en una sonrisa  joven y afectiva, y lo oigo reírse, distante, de él mismo.

Mauricio es poeta. Su obra está encuadernada en ese silencio que escogen los pocos. Cuando camina hacia la salida de La Cafetería uno se percata de inmediato del peso en los hombros, el decaimiento en el balance de los brazos, del arrastre que lleva en los zapatos. Si habla de algo, en él hay una pauta como si primero archivara lo que va a decir y después decidiera sacarlo como un presente. No quiero decir con esto que es un tipo resentido o uno de mesuras bucólicas, ni tampoco de esos insoportables personajes del auto destierro. Cuando uno lo ve beber vino entonces lo comprende. La quinta copa lo rasura y le despeja las complicaciones. A veces me ha dado la impresión que el vino lo va desnudando hasta dejarlo con una sonrisa amigable y amarga, pesado y vulnerable, como a un Noé ebrio. ¿Estás escribiendo? Me responde, sin respirar, que no. Y se le vuelven a mover los hombros. Y no sé porque pienso en un búfalo bajo la lluvia en las vastas planicies. Antes de despedirnos, le pido que me envíe algo. Tengo ganas de leer algo tuyo. A ver qué encuentro, dice. Sí Sí Sí. Te mandaré algo liviano.

Esta mañana, a las 9:04 am, El Señor de UPS me hizo firmar, sin rodeos ni preguntas, en uno de esos aparatos electrónicos, por 6 cajas. Las cajas son de las que usan en las mudanzas para transportar utensilios y cosas pesadas. Estaban nítidamente numeradas del 56 al 62 por los costados, bien selladas con adhesivo gris, y aparecía, en cada una de ellas, mi nombre y dirección. La curiosidad me invadió. Lo único que estaba esperando eran unos zapatos para mis caminatas, y que ordené, antes de ayer, en Zappos. Después que firmé, El Señor empujó la carretilla, y en una maniobra relámpago, depositó en medio de mi cocina las cajas numeradas, en orden ascendente, del 62 al 56.

Abrí con cuidado la número 56. Dentro encontré dos cosas. Un sobre con mi nombre y la palabra “copy”. Y cuando levanté el sobre, quedó expuesto en la caja el rostro, ligeramente borrado, de un viejo. Empacadas las copias en dos montones, allí evidenciaba aquel rostro anónimo, serio y frontal, un leve bigote, la barba recortada, en una pose de lo que me imagino podría haber sido una foto de pasaporte. No entendí nada. Saqué de la caja un manojo de hojas. El mismo rostro se repetía. Pude meter la mano hasta el fondo y sacar otras dos copias. Las de abajo eran igual que las de arriba. Quizás más grises, quizás el bigote más delgado, no sé, tal vez un desvío imperceptible en la repetición, pero en esencia el mismo. Sin saber qué pensar no me atreví a abrir la 57.

 Abrí el sobre. En una sola hoja, del mismo peso que las copias, apareció un poema en inglés de tres estrofas, mecanografiado en lo que podría haber sido una antigua Remington. El título “Copy”. Y debajo del poema tres líneas escritas con lápiz. El poema comienza explicando (y aquí no presentaré una traducción ni exhibiré el original) cómo se sacó una foto y de ella sacó una fotocopia. Y de esa fotocopia sacó otras dos. Luego, de cada una sacó 5. De cada una de las 5 sacó 5 más. Y así repetidamente continuó, día tras día, mes tras mes, en ese exponente de 5 hasta que, al percatarse que algo en los márgenes desaparecía, y el mundo dejaba de ser el mismo, paró. Y me inclino a pensar, ya en la última estrofa, que comienza a aparecer el rostro de quien él piensa puede haber sido un familiar lejano y desconocido, con una mirada fruncida y transfigurada, como quien cuestiona a un fotógrafo que lo ha dejado ciego con el flash. El poema termina abruptamente con el verso “where the original stood”.  No obstante, he quedado perplejo por las últimas tres líneas escritas con lápiz. Dicen textualmente: “Oscar, guárdame estas cajas hasta próximo aviso. Si tienes información de un buen lugar, amplio y barato, donde pueda almacenar más cajas, te lo agradecería. Gracias, Mauricio R.”

miércoles, 25 de abril de 2012

Marranas 41





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El julepe vino tan frontal, su estirada cara de marañones encendidos, y su fragancia de rasurada axila, en una licuadora de enfriamientos bajándome por el izquierdo de colgante soledad.

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No sé qué cojones quiere el polen conmigo. Si yo flor alguna vez fui. O. Y. Si soy milagro, Cristo, de un árbol ambulante y ciego.

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La vida es un futuro de gallo asomado a su condena. Tres huevos puso la gallina. Y ninguno de él.

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La traición en un guayabal no es lo mismo que en una estación de tren.

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Las cosas pitan y pitan. Tienen que ser sordas, sentirse solitas. Estar ahí no puede ser fácil. Todo el día ser cosa hasta que te nombren.

martes, 24 de abril de 2012

Ciudadano

Nicanor Parra


Aficionado a las ataraxias faranduleras y al beisbol, a tripa abierta y panza arriba, entregado al vino, escucha el noticiero rosa de las 17 horas. Desmadejado, cuando el exceso demanda civil postura y mearse de risa es mearse en la calle hablando al cielo, le cuesta, todo el peso de sus tripas, levantarse. Y grosero, eructo y pedo mal calculado en público, sabe que lo embalaría, hasta el tren que tanto odia, el querer largarse de todo esto. Allí la gente con la mirada  en sus zapatos. La mudez. El olor del Lysol de una clínica ambulante. Tan chilena diría Nicanor Parra. Tanta gente desgastada. Hartas grietas, se dice, para el desperdicio, esos ojos cagados de miedo. Y, como no sabe a lo que teme, no apuesta a que la mujer de las tetas inmensas le mirará los zapatos, se lleva la mano a la boca, y se baja de ese tren.

Hace dos días que tose. A mediados de pulmón, si ya queda uno, una cosquilla que soñó el primer día después de una aparición de unos bucles jasidicos. Profundos en la garganta. Atorados en el mismísimo embudo de la apnea. Hasta un apellido en alemán se le aferró con insistencia. “Steinmetz”. Y tosió y tosió las flemas de una salina incandescente y de verde papaya, aspas y a Don Quixote, y un caballo del tamaño de su pene que allí reside, y que en desaforado galope lo llevó hasta perder el aire de este mundo, pero que no lo devolvió a las blanduras del colchón. 

Lleva así dos días persiguiendo una tormenta en el teléfono, esa sombra verde que viene desde las planicies con manchas amarillas y naranjas. Y en esa cromática se recrea, se regenera, una tensión que se le mete en los huesos y le jalonea los músculos. Se preocupa por la insistencia de la tos y, por fin, se levanta. Mira por el agujero de la ventana los tendidos eléctricos, el vaivén de las hojas en los árboles, las espesas nubes. No quiere resignarse a que la lluvia llegue y le cancelen el partido de los Yankees contra Boston.

domingo, 22 de abril de 2012

Los helechos de Bizkaia




Los helechos de Bizkaia, como escuelas públicas, agolpan en lo frágil el color de los anexos. Es un cuadro en acuarela. Arman lo mínimo que necesita el agua para imitar.

Por ahí. Hoy prefiero en la tentación de este día lluvioso, acercarme entre aquello y esto, aquello y esto, sin bordes, nervioso siempre al pensar. 

viernes, 20 de abril de 2012

Lucía, y el clavel, do el rojo trigo (Fray Luis de León)




Vayan los tacones y el deseo (la marea), a tragos lubricados de tequilas, la explosión de la espuma, como si con los trucos se hicieran momentos para conversar en el reverso de un cuerpo medio hecho y lo demás se desvaneciera en la inmensidad de la mar, los brazos trozos, las piernas una mordida, y tus caderas, Lucía, y el clavel, do el rojo trigo espiga lejos de tus sabores, y la sal en la burbuja hasta mis labios en tu recuerdo, ardor en esta herida, dejasen aquí esta reyerta de carnes en tabasco. 

jueves, 19 de abril de 2012

Fray Luis de León (los jugos de las perdices)



Fray Luis. La albarrada de seco orden y bozal en las palabras (estiradas). El pie remite, con su contaminación, la botilla del camino. El peniche, en un recodo del Huécar, su pasar verde oscuro, contra los espejos del cielo mitiga. Luenga paciencia necesita la mitosis y las navajas de las urracas. Fray Luis espera. En el hervor del guiso musita unos versos. Esos ejes para que se disparen sin negar ni amagar.   

En el ápside. La verruga del campanario. Aquella curiosidad que redobla en la golondrina lo veloz. La tutela de las sogas cuelga en el paisaje tostado. ¿Cómo poner el índice cuando (apenas) el sol remata las traiciones? Fray Luis inclina la barbilla.

Dentro del Cantar: el agua en el cántaro. Lo remoto con su hueco permanente. Salmodiar con las manos los jugos de las perdices. El harto aliento de las recetas agustinas se va traduciendo para reemplazar la vulgaridad. Fray Luis se chupa, uno a uno, los dedos.

sábado, 14 de abril de 2012

La fila (procaz) de los ciruelos

Ciruelos en flor (1888) y Van Gogh
The National Gallery y Edimburgo



La mañana. Trueco la avidez por un ánfora de gres. Madre allí tiene atrapada la nabla con un son madrugador de mariachis borrachos. Apunta unas madreselvas que le recuerdan su niñez. Y cerca del peso de un suiseki, donde se reduce el espacio, y la mesita de noche se extravía contra la pared en un aparente azul minoico, descansan unas manchas de mierda de cucaracha en el marco del retrato de la abuela.

Después prefiero callar. La fila (procaz) de los ciruelos por los ventanales. Sin rumbo. Qué vergüenza es el comentario. Esta desnudez del día, la mañana abierta a contra luz y desperdicios. Qué arroyo de gente que se ha ido. Pienso. Un rastro apenas guinda, ese exergo para fechas floridas, con sus tonos concebidos de pleitesías. El empalago que rueda lento en la miel de lo perdido cuando falta la forma. Las fotos, los nitratos de plata, de ayer en ayer, por toda La Casa. Blancos y rosados.

Y cuando lo quiero rectificar (dos veces) ya un saco de sal en el estómago me paraliza, la visión de Corot huye por aquella arboleda () bien lejos de Sodoma y Gomorra; ya patinan en despavoro, más allá de los ciruelos, las avestruces, los saltamontes, las orugas, las nécoras, las hijas de Lot. Qué espanto.

Y como no espero, aquí la sala es moldeable, una pastosa complicidad delante de mí se adhiere a la taza del café, a la cucharita de plata, y paso la mano sobre el mantel de hilo donde se refugia la calma y donde madre puso tantos días. Voy a regresar a la apariencia de la luz (de estos ventanales) para pretender que la continuidad tiene propuestas. Ni siquiera voy a levantar la voz. 

jueves, 12 de abril de 2012

La urdimbre desprendida del ojo

Procesión de Los Mártires (mosaicos), 
San Apolinar Nuevo, Ravena



La urdimbre desprendida del ojo. Lo diamantino y la cola del gato. Incluir el azucarado glande de los pirulíes. Uno a buscar de candil esas cosas rodantes. Vuela que rueda, la palabra (el fraseo) con su alica de paseriformes, rojos de intensidad, amarillos por los ramajes del intestino. Sea el tiempo. Y. O. La narcoterapia. Nada de indulgencias en la lengua ensartada. Ay. Cuando leo a Céline (páginas # 1 y # 499) Pynchon (página # 234) Kozer (Silogismo de la infancia) O. Y. Un trozo bizantino, sin punto de referencia, por una ventana (torcida) de una pared con mosaicos en San Apolinar Nuevo, Ravena, aparece. 

miércoles, 11 de abril de 2012

Marranas 40



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Didiforme. Espringomático. Kinkilloso. Aterrado de sí mismo se rasca el culo.

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En la esquina, una turbina de aires le jalonea los últimos temas del pelo. Un frío se mueve entre las íntimas caspas. Quien espera, dice el dicho, se expone a sus propios elementos.

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Ñoñerías. Un espantapájaros aparece sentado en el bar. Allí le sirven todo lo que quiere. Todo lo que quiso. Todo lo que querrá.

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Lo vio sobre Manhattan. Era Borges vestido de luces. De cojones marcados (y bien hinchados) le dio dos muletazos al plenilunio de abril.

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La hilandera bobina ese tareco. Lo redondea. Le infla de colores. Insiste en la hebra que le va trayendo la erección. Ese tumor (resbaloso) en el motor del movimiento.

sábado, 7 de abril de 2012

La Casa (reveses)




La Casa dentro de los reveses. Los tejados y los aleros. Adentro algunas cosas se mueven: el margen de las puertas y el crujir de las bisagras, un rombo de una pared donde cuelga un diploma cerca de una salida, la escalera del sótano, la gotera de un grifo. Como domina el amarillo cualquier otro color viene bien. El verde de la cocina. El añil pálido de los cuartos. El blanquísimo color de las losetas y el piso del baño. Todo es simple. La Casa urge. Tiene un antojo alrededor de los ventanales y las simetrías. Esa pugna con la luz salta directa sobre el moral de enfrente y detona dorada en la mañana (difusa en noviembre) cuando entra hasta el comedor. Allí algunas cosas se levantan y otras se detienen detrás de otras para semis desnudarse contra las sombras. La única mesa no revela otra cosa que su desnudez. Las patas escépticas. Su altura. Su anchura. La proporción sobre un detenimiento si alguien se arrimara. Y sobre ella cualquier posibilidad. Utensilios. Manteles. Codos. Las voces de las visitas. La mano de una mujer que le da brillo al barniz. Una consideración que se avisa para abordar en los pasillos una queja ladina. Un zumbido curvo de un dolor que aquí alguna vez existió. Queda el vapor, el último pitazo de un buque que parte antes de entrar en el patio. Unos escalones y la enredadera trepa en el lado húmedo de los ladrillos, ese norte melódico de la hojas enverdecidas, pegadas con desesperación a la pared. Y más acá, donde hay otras incógnitas, la parra. Su perdición que la delata. Su sombra depositada en frente de las amapolas. Y se ve con paciencia como penetra la tranquilidad mas allá del flamboyán. Hacia el fondo del patio. Donde, en la tensión de las cuerdas, el aire suena bonito. Como un guitarrón. Como si repentinamente tuviera una playa y las olas se partieran lentas en la marea baja. Y las cosas se movieran con la sal. Ese olor que salta por el balcón de la sala y las rejillas oxidadas. Y se asienta en la biblioteca, en las enciclopedias, en los adornos y la humedad. En el amarillo de las ediciones de la Banda Oriental. Y en definitiva, el polvo ya se ha depositado como un elefante que quiere irse. Algo que se expande y quisiera ponerse en marcha. Y no puede ser otra cosa. Esa intensidad que mira desde los ventanales hacia la calle con la nostalgia de un sitio irreparable.


jueves, 5 de abril de 2012

Los naranjales (entre Algamesi y Xátiva)



Hace un buen rato que te pienso. Al filo de los naranjales, entre Algamesi y Xátiva, los mirlos dan cuerpo a tres o cuatro liviandades. El agrio, al doblarse en tu boca, se encierra antes que valga el aire. Fuera de mí (la frialdad en las cáscaras y el crujir de mis pasos). Dentro de ti (yo tan expuesto a este paisaje interminable). Y por un instante me salva de los contrastes y del peligro del aroma que te redondea con su pulpa. Lo que sigo pensando es una continuidad donde tus órganos se acomodan entre los verdes. Las guardarrayas como dientes de una causa obscena que se acrecienta sobre el ombligo de las naranjas. Justo ahí, compadece un sobresalto hacia donde quiero ir. La duda donde siempre he estado. Esa infección de tu rareza. Las mazmorras entre las hojas operadas por el viento. El delicado sondear de los árboles me mece como si dentro de mí pusieras la enredadera de tus dedos. Y es que vuelvo a oír mis pasos: el pulso que de mí se va. 

miércoles, 4 de abril de 2012

Monasterio de San Salvador (Cornellana)

 


Detalle, Monasterio de San Salvador, Cornellana

I
En el arco del Monasterio de San Salvador, Cornellana, aparecen unos animales tallados en las piedras. Es un collage con una víctima: una sopa de alteraciones de borradas figuras donde la fuerza del tiempo forcejea contra la insistencia de los sedimentos. La palabra historia aquí sería como tirar una cascada en el desierto de Sahara e intentar resistir. En esa intensidad del azul, que supera al arco sobre su propio arco, pierdo la brújula y no sé dónde mirar. Casi juego con la idea de darles la forma de un origen u otra forma de desquite. O. Y. Aplicarles la higiene del tiempo. O decir Cordero. Buey. Jabalí. Codorniz. Osa. Por un momento intento acompañarlos en la miseria estática de una única y abandonada mirada. Y me quedo vacío. Intento balancear el tiempo de las piedras que se escuadran en su rutina dentro del difuso cuerpo de un pájaro (arenoso). Hasta intento en mi cabeza el mapa de unas alas. Es así, de repente, que a la izquierda del arco, descubro un arbusto con flores. Quisiera describirlas. A esta hora lo único que se me ocurre es que están redondas y perfumadas. 

II
En el centro del patio del Monasterio de San Salvador creo presentir una fuerza desparramada, el cubo de una geometría que creo se ha caído desde hace mucho tiempo y nadie la ha visto. Hay rastros de tortura en los ventanales. Las paredes tienen la convicción de una cara que le han sacado los ojos y lo que queda son las cuencas. Quiero estar atento cuando algo más pase. Miro alrededor en busca de un indicio y del culpable de tanto descuido. Pero, las piedras carcomidas son expertas del silencio. Esta estructura (ósea) enclenque se tambalea inconsciente sobre la tarde. Lo quiero comparar con una ceguera y creo que no viene al caso. 

III
Es cierto que la bruma tiene o pudiera, si quisiera, presentarse con una taza de café y cruzar las piernas como una chica sueca de fuertes y largas piernas jacobitas. Ya por la tarde, entre Cornellana y Tineo, penetra la calamidad en las truchas que la confluencia del Narcea y el Nonaya se lleva en su transparencia. Los montes se sacan de encima la luz y entregan sus faldas al frío. Es otra cosa (latitud) cuando avanza ese momento. Otra garganta. La presión de un temor. La negrura despaciosa. La inercia sobre los techos, como en las cabañas de Somiedo, donde la luz ha sido tragada.