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Ayer, por la mañana, vi a Mauricio R. en La Cafetería. De suéter negro.
Mucho más gordo. Es que uno piensa que lo que nos trabajaba antes nos sigue
sirviendo hoy. Me lo explica con el rostro sereno. Mauricio es un tipo que
transmite tranquilidad; y como buen tenista, se sabe balancear sin crear
al interlocutor ansiedades. Cuando le pregunto si sigue jugando se mira las
piernas. Se aprieta la rodilla derecha y menciona una parte de ella como un si
fuera un instrumento de navegación de un buque a vapor. Y lo comprendo. Se agarra la
barriga con complacencia. Presión contenida, me vuelve a explicar. Y se vuelve
a balancear con gracia mientras me pasa las mejores recetas para desinflar las
protuberancias hidrópicas; el rostro se le abre en una sonrisa joven y afectiva, y lo oigo reírse, distante,
de él mismo.
Mauricio es poeta. Su obra está encuadernada en ese silencio que escogen
los pocos. Cuando camina hacia la salida de La Cafetería uno se percata de
inmediato del peso en los hombros, el decaimiento en el balance de los brazos,
del arrastre que lleva en los zapatos. Si habla de algo, en él hay una pauta
como si primero archivara lo que va a decir y después decidiera sacarlo como un
presente. No quiero decir con esto que es un tipo resentido o uno de mesuras
bucólicas, ni tampoco de esos insoportables personajes del auto destierro.
Cuando uno lo ve beber vino entonces lo comprende. La quinta copa lo rasura y
le despeja las complicaciones. A veces me ha dado la impresión que el vino lo
va desnudando hasta dejarlo con una sonrisa amigable y amarga, pesado y
vulnerable, como a un Noé ebrio. ¿Estás escribiendo? Me responde, sin respirar,
que no. Y se le vuelven a mover los hombros. Y no sé porque pienso en un búfalo
bajo la lluvia en las vastas planicies. Antes de despedirnos, le pido que me
envíe algo. Tengo ganas de leer algo tuyo. A ver qué encuentro, dice. Sí Sí Sí.
Te mandaré algo liviano.
Esta mañana, a las 9:04 am, El Señor de UPS me hizo firmar, sin rodeos ni
preguntas, en uno de esos aparatos electrónicos, por 6 cajas. Las cajas son de
las que usan en las mudanzas para transportar utensilios y cosas pesadas.
Estaban nítidamente numeradas del 56 al 62 por los costados, bien selladas con
adhesivo gris, y aparecía, en cada una de ellas, mi nombre y dirección. La
curiosidad me invadió. Lo único que estaba esperando eran unos zapatos para mis
caminatas, y que ordené, antes de ayer, en Zappos. Después que firmé, El Señor
empujó la carretilla, y en una maniobra relámpago, depositó en medio de mi
cocina las cajas numeradas, en orden ascendente, del 62 al 56.
Abrí con cuidado la número 56. Dentro encontré dos cosas. Un sobre con mi
nombre y la palabra “copy”. Y cuando levanté el sobre, quedó expuesto en la caja
el rostro, ligeramente borrado, de un viejo. Empacadas las copias en dos
montones, allí evidenciaba aquel rostro anónimo, serio y frontal, un leve
bigote, la barba recortada, en una pose de lo que me imagino podría haber sido
una foto de pasaporte. No entendí nada. Saqué de la caja un manojo de hojas. El mismo rostro se repetía. Pude meter la mano
hasta el fondo y sacar otras dos copias. Las de abajo eran igual que las de
arriba. Quizás más grises, quizás el bigote más delgado, no sé, tal vez un
desvío imperceptible en la repetición, pero en esencia el mismo. Sin saber qué pensar no me atreví a abrir la 57.
Abrí el sobre. En una sola hoja, del
mismo peso que las copias, apareció un poema en inglés de tres estrofas, mecanografiado
en lo que podría haber sido una antigua Remington. El título “Copy”. Y debajo
del poema tres líneas escritas con lápiz. El poema comienza explicando (y aquí
no presentaré una traducción ni exhibiré el original) cómo se sacó una foto y
de ella sacó una fotocopia. Y de esa fotocopia sacó otras dos. Luego, de cada
una sacó 5. De cada una de las 5 sacó 5 más. Y así repetidamente continuó, día
tras día, mes tras mes, en ese exponente de 5 hasta que, al percatarse que algo
en los márgenes desaparecía, y el mundo dejaba de ser el mismo, paró. Y me
inclino a pensar, ya en la última estrofa, que comienza a aparecer el rostro de quien él piensa puede haber sido un familiar lejano y desconocido, con una
mirada fruncida y transfigurada, como quien cuestiona a un fotógrafo que lo ha
dejado ciego con el flash. El poema termina abruptamente con el verso “where
the original stood”. No obstante, he
quedado perplejo por las últimas tres líneas escritas con lápiz. Dicen textualmente:
“Oscar, guárdame estas cajas hasta próximo aviso. Si tienes información de un
buen lugar, amplio y barato, donde pueda almacenar más cajas, te lo
agradecería. Gracias, Mauricio R.”
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