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Algunos dioses amenazan con eternos castigos. Después,
las glándulas se ajustan y queda un albergue para el trismo. ¿Será que el miedo
a eternas entregas, frontera de algunos sosiegos, causa ligeros alivios gástricos?
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Se accede a la blancura
y a sus exigencias. Allí, lo que quisiera la palabra, penetra en un cocido
entre el hígado, los riñones, y sus salsas, un espacio sin remordimientos, y se
quedan los contornos de ese otro arcoíris en una remotísima planicie.
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Uno sin saber arrepentirse y ahí ese estado hipertélico, cortinaje
de una condición inalterable del cansancio, el innegable sabor a tamarindo. Todo
lo que dura más de un año se convierte en bolero.
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Un sándwich cubano en la boca. Y te lo dan sin lechón y sin
queso. Se mastica el vértigo de una anunciación. Sin embargo, aquello baja.
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Más dulce. Le pedimos a mamá. Más dulce. Échales más,
mujer. Que les echara (a los nietos) de esa pócima que tanto a papá le gustaba
y que le dejó en una silla de ruedas.
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Bajo la condición absoluta que nunca vuelva a poner un
pie en La Casa, todavía no sabe que hará, por ejemplo, con el deseo de volver.
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