La flauta. Eso es. La flauta. La mañana en rosados, cruces, mosaicos. La
higuereta en el patio. El remedio que colgó en el sereno con su sal de sosa.
El frío de la cal y el olor de algo sintético en el aire desde la sala, turno para las primeras moscas que despiertan. Y la flauta. Una coincidencia
desde que los gallos se repiten con sus cantos, de techo en techo, y la
hipertelia intermedia por las ranuras en una caja negra de ojos desprendidos mientras
el jadeo, y por donde los mosquitos han disfrutado de su banquete, se vuelve
eco. Allí la flauta. Sopla un
fuelle por todo el cuerpo, despliega su calor de incubadoras gallinas, la
dureza de las lagañas, el aliento a noche todavía. Y entonces la luz. Aguda. Y otra vez la flauta. La orquestación, un arco a la fuerza, sonidos que
van reconciliando, tomando, marcando cuerpo, una ponderación de cables donde podrían quedar atrapados cometas y papalotes. Una sucesión de
notas, ya la dulzura (evidencia) en un lengüetazo en el oído. La Parálisis se
encona y la mañana se expande porque ha entrado también el violín. Ahora dos
arrastran lo que hay en el cuarto, empujan los bordes de las paredes para que en el
horizonte de tensiones, donde los trompos rotan incesantes, no haya
descanso. Flauta y violín. Contraseñas. Se evidencia de refilón una danza en el brillo de los mosaicos y el rombo que
sujeta la cúspide de una iglesia en Aragón. Irrumpe una cigüeña. TacTacTacTacTatatatatata. Así ambos. Y sin embargo es una desconstrucción.
Hay un cuerpo que necesita levantarse, estregarse en el espacio, moverse con alegría
como si entendiera su futuro. Después se incorpora el aroma del café. La madre
que tararea. Y un estribillo en sus chancletas.
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