Foto de Carlos Orduna |
Virgen, no enficionada, y aquí en breve, dime. Las cáscaras del cese ( ) durísimo
perfil de los cerros. Habría que allí escuchar. Altos y despeños. Llavín entre
las rocas la escolopendra, carrasquillas y aladiernos. Las nubes,
paseantes tentadoras, sobre los manchones mortecinos del pasto y el amarillo de
la sed. Y la luz. Cuando el amanecer el tiempo no lo impide. Y el merodear de
las mismas estrellas desde el ángulo trepado del olmo en el otero deja al campo
en gestación, un querer llevárselo hasta el fin de los confines con su tripa
enferma. Y qué hubo ahí. Sino miseria, ladridos de perros, el macramé de la vida
y la muerte, hipérbole, luz que hacia adentro es una vuelta a la luz, el
distante desquite del aire con las lomas. De aquello. Piedras sin nuestros
nombres y La Casa un entierro. Nada más que cosas en seco. Trashumancia. Espacio.
Me cago en diez.
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