lunes, 15 de junio de 2015

El deseoso (Rojo)

Untitled (1961) Mark Rothko
 

En seco. Como mi padre parado en una esquina un día. Y. O. Una tarde cuando tenía algo mejor que hacer que estar allí esperando con un palillo en la boca. Los pantalones al viento. De camisa de manga corta y el cuello rojo. Rojo. Igual a un chipojo, acertando lo que delante pasa con trueques y transparencias de un corazón volátil. Si te acercaras a su barba, sin querer pincharte, olerías lo enterrado y la menta en una mina de níquel. Una tierra de baldías esperanzas a la que el color, en esa espesura, le redimiría antes que te agarre- te arrebate- por los aires y te abrace el temor que en ti vivirá por el resto de tus días. 

viernes, 12 de junio de 2015

El deseoso (Prometeo)

Prometeo, Rubens y Snyder

Anoche la híper calidad, la supra fracción, el topónimo Llanfairpwlllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch, y sus inversiones me agarraron sentado. Prefiero, beber de pie, sin embargo. Las circunstancias de pie como el cien por dos ceros aguantado. Es claro filtro, le declaro a los amigos. Habría que ver lo que un Tanqueray de buen destilar puede gotear desde las tupidas carótidas. Esa claridad La Llamé como se invocan Las Lastimeras desde La pena en el desierto. Allí, profeta en el linóleum, oscurísimas rapaces oteando, caí de rodillas, rendido en sus garras el hígado. Como ese cuento chismológico que contaban en el barrio. Penetraba todas las noches un pájaro innombrable y le chingaba a la mujer sin él poderse despertar. Y cuando quise levantarme, 12 horas hacía que allí estaba de baba y gástricos sobre mis sobras. Clamando por Ovidio acepté la temperatura, pues dijo el canal 2 No llegará a los 20. Y tuve que, a tumbos, recitando las Eneidas, recoger las pastillas de la alergia antes que Isabel, a las tres de la tarde, pida churrasco con papas, y lechuga para Brutus, la tortuga.

jueves, 11 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (La partida)

2.12.88  Gerhard Richter

Según corto la carne, la sustancia que ya no es sangre tiñe el plato. Mis amigos creen en mi genial uso de la sal y el fuego. Y por supuesto, no reparan en los anillos que brotan en sus platos, el área prohibida que ingerimos con sobrados gustos: escaroles, espárragos y papas asadas anoche, ahora frías. Un último esfuerzo y tres cervezas me dan hipo. Y termino repitiendo el vacío que me sobra desde que subí al lago.

Recogemos. Lavamos. Empacamos. Dejo encima de un televisor, junto a otros libros, la antología de poetas norteamericanos que termina con W. H. Auden. Recojo el poema de la “La era de la ansiedad”. Leo un momento los apuntes en la carátula. El nombre de Rosetta tiene al lado en rojo “feeling” y titubeo por un instante. ¿A qué vine? ¿Dónde he insistido estas horas para que me devolviera a cambio esta pregunta? Y ya son dos cuando dije que no me quejaría.

 Antes de partir salgo al patio en busca del colibrí y su rosa falsa. La rosa falsa está allí, se mueve ligeramente, colgada de un palo seco. Luego, escudriño, según aceleramos, los volúmenes verdes que ante mí pasan irremediables.

miércoles, 10 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (Tercer día)

The brook (1907) John Singer Sargent

Con tres huevos construyo un castillo. Apoyado en las tostadas unto el café. Y sin embargo, triunfa el aceite de oliva sobre el tizne del pan. Hay algo en ello mortífero al paladar que se corona en descaro.

Y debemos partir hoy. ¿Qué sucedió anoche? ¿Quién estuvo entre las esponjas amarillas colocándome de cara al viento? Sin respuestas. Una caminata. Propone Mauricio. A un lago. Subir al lago Fulano desde la orilla del Lake George. Dos lagos. Uno arriba y otro abajo. Arreglo la numérica y sugiero asar carnes cuando regresemos. Quiero decir la palabra almuerzo.

Reptamos al lado de un arroyo. Cae veloz desde una cima escondida. Se le oye derramarse a la derecha entre grutas y pinos, y por debajo de los cercanos zumbidos de los mosquitos. La cuesta. Los amigos quedan atrás. Me uno a mis pasos y no siento la respiración. Me aligero desde los riñones y el estómago, devuelvo todo residuo a su génesis, cualquier líquido al aire, cualquier traza a su volumen.

Subo y subo. Y al subir termino vacío. Incomprensiblemente vacío. Sin palabras. En la cima, los mosquitos se acercan, rondan, se alborotan. Y al no encontrar palabras el enjambre se va. Y yo sigo hacia el lago Fulano, por un trillo fangoso y quieto.

El lago Fulano reposa entre las montañas: un plato servido para la falsedad. Hay un hombre pescando en un bote. ¿Será un bote con un hombre lo necesario aquí?  También aparecen dos hombres sentados en una roca distante que aparentan conversar. ¿Serán parte  de la composición? O. Y. Tal vez desde la otra orilla me veo parado con mis dos palos observando detenidamente las aguas. Cuando mis amigos llegan el orden es la claridad del agua, las transparencias que imitan, la altura del sitio, el aire sin humedad, la pequeña playa donde rompen unas olas diminutas e inofensivas, la hora de regreso.


Desciendo a toda velocidad. El revés del trillo me sorprende. Es breve. Mitad del tiempo. Mitad de mi atención. Y espero a mis amigos sentado en una roca. A mis pies el arroyo. Allí el agua rodea, lucha, insiste, murmulla. Me alivia el rumor, los contornos. Cuando creo que soy capaz de pensar en algo más aparecen mis amigos con sus rodillas endurecidas.  

martes, 9 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (La noche y Wallace Stevens)


Wallace Stevens

(La noche)
La noche. Se infiltra. Entre los dedos, los Martini, igual que el colibrí, se posan rápidos en la rama, observatorio donde el néctar es encanto. Nosotros, sacamos puntas, apuntamos entre los manojos de palabras, sacamos del escombro, damos tumbos, sobre las carnes. Un chorizo descuartizado. Los restos de un pollo de múltiples alas. Y resolvemos la frialdad de un argumento que estaba por desenlazarse pero nunca encontró espinas en la lengua. Se habla de lejanos poetas que por allí pasaron. Se habla de aves que tienen comportamientos de hembra- humanas hembras- y que por algún recodo victimizan, cuando menos se espera, al incauto. Y de las paredes blancas de Corinto donde aparece Mónica Vitti con sus espejuelos de sol. De los pocos instantes dedicados a la poesía de los griegos Seferis y Kavafis. Y sin querer acercarnos al último glaciar, intuimos que ha dejado a las rocas de este sitio alumbradas para nosotros y desnudas a los aires para un  asunto que jamás lograremos reparar.


(Wallace Stevens)

Debajo de las lámparas de la sala, Key West. Los nombres (substraídos) troyados en un espumero bailan entre el vaivén de brillantísimas escamas. Apunto, en la lejanía, hacia un bote rojo debajo de los pies de una virgen suspendida en un altar. Le grito a ambos, a mis buenos amigos, Mauricio y Bob, que culpo a quienes por debajo  miran sus zayas y le levantan el gurbión para espiarle las blancuras y su radiante anafre. Discuto que no habría otro poeta capaz de prometerse una línea de repeticiones sin contemplar de frente lo que es pronunciarse sobre el sargazo hombre para minorías, hombre en el medio de la soledad de la mar encrespada. Alego a la tranquilidad que sobre los alisios recoge el alma del que contempla, un segundo, ver caer el orden como un sol en Key West. Eco. Sobre la lengua, muñeca de trapo. Eco. Entre los dedos, azúcar pegado. Eco. Y en los párpados, las feosias revolotean.  De lagañas sellado ya no distingo quién dijo “Ramón Fernández, tell me, if  you know…” “Quién me habrá llamado por dicho nombre”. Es lo último que acierto a parpar cuando veo las esponjas amarillas en un kiosko, contra el viento, flotar abatidas. 

lunes, 8 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (La tarde)




Bajo la sombra del parasol nos aguantamos de una cuerda de seductores balances. Tejemos sin acercarnos a W. H. Auden. Cierta urdimbre, por ejemplo, emerge sobre mi cabeza en la velocidad del colibrí cuando penetra su pico para extraer el néctar en la flor falsa. Y se levantan los rumores de mi piel sitiada y sus hostias rosáceas. Las hojas de los abedules guiñan en el rumor. Y como en los extractos, las nubes se concentran en pasar hacia el este, y por debajo un tajo, entre lo gris y lo blanco. El aroma del pepino, tenue, en helada ginebra, sus despetaladas rosas húngaras en la lengua, y un sinuoso camino, a mis labios llegan sin abreviaturas desde el Nick y Nora. Quiero nombrar y no lo logro. Allí se enreda. Concordamos que después de tanto placer, chorizos  y muslos de pollo, espárragos, maíz, y más carnes, serían remedio para despertar del ensueño como colibrí. 

viernes, 5 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (El almuerzo)

La fresquera, Antonio López García


Dentro de la cabaña tengo la impresión que estoy dentro de una vitrina de un museo. Filosísimos alfanjes los destellos que por las ventanas penetran. Y qué cortarían. Hago una ensalada con rotoni. La confección me deja a solas con una Pilsner Urquell. Dos Urquell.  Y abro el atún de Chimbote, el maíz transgénico en su lata perfecta y amarilla, destapo las aceitunas Goya de los chirriantes campos andaluces, añado cebollas rojas de Santa María del Mar cortaditas en olas junto a un roce de orégano de Monte Cristi, y encima pongo a los cortesanos tomates de Santa Fe, pura guinga, acompañados por ajos curados en las tostadas espaldas de aquellas chicas rumanas en Castilla-La Mancha, pues irrumpe la frescura del aceite de oliva, oh virgen, que viajó de Jaén a Roma y de Roma al puerto de Elizabeth, y por fin, un toque final de oboe a la sal gaditana avisa, ahora mezcla, para dejarnos satisfechos mientras el vino alavés, debajo del parasol en el patio, retrae igual que expande. 

jueves, 4 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (La montaña)


Adirondacks (Acuarela),Winslow Homer

Tan pronto comenzamos a escalar la montaña me brota el niño, El Camino de Santiago, el sabor a pino en los huesos, la respiración buscándome antes que yo la busque. Mis amigos suben agitados y lentos. Sus panzas les pesan. Yo subo rápido, ágil. Me siento feliz. Y asciendo sin pensarlo, sin mirar hacia adelante. Clavo mis palos en el terreno, evito las piedras, y continúo sin prisa, sin dificultad. Arriba. La vista. Abajo Lake George. Y más allá Los Adirondacks, la tranquilidad muda. Un bote pasa en la distancia, flota sin prisa, silencioso. Desde una roca queremos pesar nuestra felicidad, el momento, con aquello. Y sin embargo, su esencia se escabulle, y quedamos sin calificativos. Nos gusta la pagoda elegante en la cima, pero le añadimos vientos, tormentas heladas, una sesión sexual en uno de sus bancos, un fuego a gusto, un almuerzo aparte. E imaginamos que otros podrían llegar, aparecerse, y cagarlo todo: la vista, la pagoda, el fuego, el momento en el que pasa el bote.

Seguimos. Al subir un poco más, nos encontramos en el punto desde el cual se puede ver nuestra cabaña. Justo en el momento que un aura urde en una gran elipsis, las voces de un grupo se acercan. Y algo en nosotros termina abruptamente. Vestidos de fatiga y falso senderismo, preocupados por sus propias voces alarmantes nos desconcentran, y en menos de un minuto se apaga la mañana con su vista hacia el norte de Los Adirondacks.

Bajamos. Uno acelera. Las piedras. Los resbalones. El paso. Los árboles han aprendido a convivir con la ladera y se unen en un ejército confuso en el trillo. Y por un instante no se escucha nada. Nuestra presencia ha espantado lo que allí había. Me giro y mis amigos descienden cautelosos. Y no estoy seguro que delante de nosotros el mundo sea el mismo. Me escucho respirar. Los árboles se mecen extraños y acabo por escuchar la cercanía de la carretera. 

miércoles, 3 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (Al otro día)

Abstraktes bild (1992) Gerhard Richter

El huevo primero en la mañana del siguiente. Huevo para despertar la gallina en mí. Resta decir que bato con especies (India, Kazajstán, Tabasco, Monte Cristi) y se me va la mano-el brazo hasta el codo- en el Mar Muerto. Al final adquiere el batido, segura francesa, su partitura entre el aroma del café y el pan. El frio matutino saca por debajo de la hierba una sevillana contra la piel. Y cuando se filtra el sol los pájaros inician, aunque ninguno compadece, a lo lejos, una desazón que arrastra el lago inmóvil.

Caminamos hasta la orilla. Lake George. Hecho de platas y fundas glaucas. Se amplifica la luz, la plata se distribuye, en rizos. Se van en ráfagas, extienden, quedan temblando en el mismo sitio por un largo tiempo. Allá, entonces aparece, encima de la orilla, a casi un kilómetro, la base de la montaña. Se abre en una enorme cadera y termina, voluptuosa, a la derecha, en un perfecto pezón juvenil. Nada pasa. Y de repente, un pato, en afán por llegar a un sitio, vuela a ras de agua, y después de un corto vuelo, se deja caer, y resbala en el agua.

Si otra vez, por casualidad, algo plateado se levanta, giro la vista hacia donde el muelle se conecta con algo que nada tiene que ver con el agua. Mis amigos hablan y sus voces se quedan a la orilla de otra orilla, una más lejana que ésta, acá con sus hojas descompuestas, dentro de la madera gris e hinchada del muelle, en forma de una escalera, frente al allá del lago.

martes, 2 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (Silver Bay)


Silver Bay, Adirondacks

La cabaña
La cabaña, el sitio, esta perfumada por la presencia de un colibrí. El titubear de las hojas en los abedules trae en la brisa el entorno descompuesto de la orilla del lago, los tributos entre los troncos en el paulatino roer del bosque.

La cena
En el pueblo de Hague. Hay una curva y en la curva el pueblo. La gente llega. El restaurante donde comemos tiene como monotonía ser de madera. Brindamos porque sabemos que un arroyo corre detrás del lugar y que por los ventanales, ahora, el verde se enciende en la última hora de la tarde. Y porque tres días de anonimato equivale a levantar dos cervezas por cabeza, hamburguesas y ensalada.

De regreso a la cabaña
El aceite de los motores de los autos, en el asfalto del aparcamiento del restaurante, se ha mezclado con la lluvia. Cayó sin que nos percatáramos. Casi huele bien. La noche se contorsiona bajo un detenido claustro, agonizantes y azulosas nubes, más bien se inclina, todavía indeciso, hacia la claridad.

La cabaña nos recoge. Beefeater 24 o gloria de los campos, sometidas hierbas dan lo mejor para el ensueño. Y se escapan vítores, estertores, al cabo, igual que en los tiempos del simposio, sin fronteras, reposados, sobre los temas divididos y donde nuestra angustia hace sus estragos. Claudicamos. Y cuando aparece el cuarteado rostro de W. H. Auden, le invitamos a que descanse hasta mañana. Ahora no. Estiramos la noche hasta que su límite nos envuelve.

lunes, 1 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (La carretera)


La carretera. Como abunda el pasar de la rosa construida, sus desbordes, por lo tanto, por el sonido de “ser” penetra por las ventanillas, sale por las ventanillas, choca contra el parabrisas, y el silbido que atrás deja, si alguna vez fue caracol de mar o la mar misma, se percibe en el movimiento por el cual escala la conversación. Y se repite. Abunda. Aguantamos el andamio que nos acerca a Lake George, el humeante desplazo, imperceptible, de las montañas que, disueltas y anónimas, regresan para luego transformar sus espaldas en distancias.