La cabaña
La cabaña, el sitio, esta perfumada por la presencia de un
colibrí. El titubear de las hojas en los abedules trae en la brisa el entorno
descompuesto de la orilla del lago, los tributos entre los troncos en el
paulatino roer del bosque.
La cena
En el pueblo de Hague. Hay una curva y en la curva el pueblo. La
gente llega. El restaurante donde comemos tiene como monotonía ser de madera.
Brindamos porque sabemos que un arroyo corre detrás del lugar y que por los
ventanales, ahora, el verde se enciende en la última hora de la tarde. Y porque
tres días de anonimato equivale a levantar dos cervezas por cabeza,
hamburguesas y ensalada.
De regreso a la cabaña
El aceite de los motores de los autos, en el asfalto del
aparcamiento del restaurante, se ha mezclado con la lluvia. Cayó sin que nos
percatáramos. Casi huele bien. La noche se contorsiona bajo un detenido
claustro, agonizantes y azulosas nubes, más bien se inclina, todavía indeciso,
hacia la claridad.
La cabaña nos recoge. Beefeater 24 o gloria de los campos, sometidas
hierbas dan lo mejor para el ensueño. Y se escapan vítores, estertores, al
cabo, igual que en los tiempos del simposio, sin fronteras, reposados, sobre
los temas divididos y donde nuestra angustia hace sus estragos. Claudicamos. Y
cuando aparece el cuarteado rostro de W. H. Auden, le invitamos a que descanse
hasta mañana. Ahora no. Estiramos la noche hasta que su límite nos envuelve.
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