Según corto la carne, la sustancia que ya no es sangre tiñe el
plato. Mis amigos creen en mi genial uso de la sal y el fuego. Y por supuesto,
no reparan en los anillos que brotan en sus platos, el área prohibida que ingerimos
con sobrados gustos: escaroles, espárragos y papas asadas anoche, ahora frías.
Un último esfuerzo y tres cervezas me dan hipo. Y termino repitiendo el vacío
que me sobra desde que subí al lago.
Recogemos. Lavamos. Empacamos. Dejo encima de un televisor, junto
a otros libros, la antología de poetas norteamericanos que termina con W. H.
Auden. Recojo el poema de la “La era de la ansiedad”. Leo un momento los
apuntes en la carátula. El nombre de Rosetta tiene al lado en rojo “feeling” y
titubeo por un instante. ¿A qué vine? ¿Dónde he insistido estas horas para que
me devolviera a cambio esta pregunta? Y ya son dos cuando dije que no me
quejaría.
Antes de partir salgo al patio en busca del colibrí y su rosa
falsa. La rosa falsa está allí, se mueve ligeramente, colgada de un palo seco.
Luego, escudriño, según aceleramos, los volúmenes verdes que ante mí pasan irremediables.
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