(La noche)
La noche. Se infiltra. Entre los dedos, los Martini, igual que el colibrí,
se posan rápidos en la rama, observatorio donde el néctar es encanto. Nosotros,
sacamos puntas, apuntamos entre los manojos de palabras, sacamos del escombro,
damos tumbos, sobre las carnes. Un chorizo descuartizado. Los restos de un
pollo de múltiples alas. Y resolvemos la frialdad de un argumento que estaba
por desenlazarse pero nunca encontró espinas en la lengua. Se habla de lejanos
poetas que por allí pasaron. Se habla de aves que tienen comportamientos de
hembra- humanas hembras- y que por algún recodo victimizan, cuando menos se
espera, al incauto. Y de las paredes blancas de Corinto donde aparece Mónica
Vitti con sus espejuelos de sol. De los pocos instantes dedicados a la poesía
de los griegos Seferis y Kavafis. Y sin querer acercarnos al último glaciar,
intuimos que ha dejado a las rocas de este sitio alumbradas para nosotros y
desnudas a los aires para un asunto que
jamás lograremos reparar.
(Wallace Stevens)
Debajo de las lámparas de la sala, Key West. Los nombres
(substraídos) troyados en un espumero bailan entre el vaivén de brillantísimas escamas.
Apunto, en la lejanía, hacia un bote rojo debajo de los pies de una virgen
suspendida en un altar. Le grito a ambos, a mis buenos amigos, Mauricio y Bob, que
culpo a quienes por debajo miran sus zayas
y le levantan el gurbión para espiarle las blancuras y su radiante anafre.
Discuto que no habría otro poeta capaz de prometerse una línea de repeticiones
sin contemplar de frente lo que es pronunciarse sobre el sargazo hombre para minorías,
hombre en el medio de la soledad de la mar encrespada. Alego a la tranquilidad
que sobre los alisios recoge el alma del que contempla, un segundo, ver caer el
orden como un sol en Key West. Eco. Sobre la lengua, muñeca de trapo. Eco. Entre
los dedos, azúcar pegado. Eco. Y en los párpados, las feosias revolotean. De lagañas sellado ya no distingo quién dijo
“Ramón Fernández, tell me, if you know…”
“Quién me habrá llamado por dicho nombre”. Es lo último que acierto a parpar
cuando veo las esponjas amarillas en un kiosko, contra el viento, flotar abatidas.
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