jueves, 4 de junio de 2015

Viaje a Los Adirondacks (La montaña)


Adirondacks (Acuarela),Winslow Homer

Tan pronto comenzamos a escalar la montaña me brota el niño, El Camino de Santiago, el sabor a pino en los huesos, la respiración buscándome antes que yo la busque. Mis amigos suben agitados y lentos. Sus panzas les pesan. Yo subo rápido, ágil. Me siento feliz. Y asciendo sin pensarlo, sin mirar hacia adelante. Clavo mis palos en el terreno, evito las piedras, y continúo sin prisa, sin dificultad. Arriba. La vista. Abajo Lake George. Y más allá Los Adirondacks, la tranquilidad muda. Un bote pasa en la distancia, flota sin prisa, silencioso. Desde una roca queremos pesar nuestra felicidad, el momento, con aquello. Y sin embargo, su esencia se escabulle, y quedamos sin calificativos. Nos gusta la pagoda elegante en la cima, pero le añadimos vientos, tormentas heladas, una sesión sexual en uno de sus bancos, un fuego a gusto, un almuerzo aparte. E imaginamos que otros podrían llegar, aparecerse, y cagarlo todo: la vista, la pagoda, el fuego, el momento en el que pasa el bote.

Seguimos. Al subir un poco más, nos encontramos en el punto desde el cual se puede ver nuestra cabaña. Justo en el momento que un aura urde en una gran elipsis, las voces de un grupo se acercan. Y algo en nosotros termina abruptamente. Vestidos de fatiga y falso senderismo, preocupados por sus propias voces alarmantes nos desconcentran, y en menos de un minuto se apaga la mañana con su vista hacia el norte de Los Adirondacks.

Bajamos. Uno acelera. Las piedras. Los resbalones. El paso. Los árboles han aprendido a convivir con la ladera y se unen en un ejército confuso en el trillo. Y por un instante no se escucha nada. Nuestra presencia ha espantado lo que allí había. Me giro y mis amigos descienden cautelosos. Y no estoy seguro que delante de nosotros el mundo sea el mismo. Me escucho respirar. Los árboles se mecen extraños y acabo por escuchar la cercanía de la carretera. 

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