Tan pronto comenzamos a escalar la montaña me brota el niño, El
Camino de Santiago, el sabor a pino en los huesos, la respiración buscándome
antes que yo la busque. Mis amigos suben agitados y lentos. Sus panzas les
pesan. Yo subo rápido, ágil. Me siento feliz. Y asciendo sin pensarlo, sin
mirar hacia adelante. Clavo mis palos en el terreno, evito las piedras, y
continúo sin prisa, sin dificultad. Arriba. La vista. Abajo Lake George. Y más
allá Los Adirondacks, la tranquilidad muda. Un bote pasa en la distancia, flota
sin prisa, silencioso. Desde una roca queremos pesar nuestra felicidad, el
momento, con aquello. Y sin embargo, su esencia se escabulle, y quedamos sin
calificativos. Nos gusta la pagoda elegante en la cima, pero le añadimos
vientos, tormentas heladas, una sesión sexual en uno de sus bancos, un fuego a
gusto, un almuerzo aparte. E imaginamos que otros podrían llegar, aparecerse, y
cagarlo todo: la vista, la pagoda, el fuego, el momento en el que pasa el bote.
Seguimos. Al subir un poco más, nos encontramos en el punto desde
el cual se puede ver nuestra cabaña. Justo en el momento que un aura urde en
una gran elipsis, las voces de un grupo se acercan. Y algo en nosotros termina
abruptamente. Vestidos de fatiga y falso senderismo, preocupados por sus
propias voces alarmantes nos desconcentran, y en menos de un minuto se apaga la
mañana con su vista hacia el norte de Los Adirondacks.
Bajamos. Uno acelera. Las piedras. Los resbalones. El paso. Los árboles
han aprendido a convivir con la ladera y se unen en un ejército confuso en el
trillo. Y por un instante no se escucha nada. Nuestra presencia ha espantado lo
que allí había. Me giro y mis amigos descienden cautelosos. Y no estoy seguro
que delante de nosotros el mundo sea el mismo. Me escucho respirar. Los árboles
se mecen extraños y acabo por escuchar la cercanía de la carretera.
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