sábado, 7 de abril de 2012

La Casa (reveses)




La Casa dentro de los reveses. Los tejados y los aleros. Adentro algunas cosas se mueven: el margen de las puertas y el crujir de las bisagras, un rombo de una pared donde cuelga un diploma cerca de una salida, la escalera del sótano, la gotera de un grifo. Como domina el amarillo cualquier otro color viene bien. El verde de la cocina. El añil pálido de los cuartos. El blanquísimo color de las losetas y el piso del baño. Todo es simple. La Casa urge. Tiene un antojo alrededor de los ventanales y las simetrías. Esa pugna con la luz salta directa sobre el moral de enfrente y detona dorada en la mañana (difusa en noviembre) cuando entra hasta el comedor. Allí algunas cosas se levantan y otras se detienen detrás de otras para semis desnudarse contra las sombras. La única mesa no revela otra cosa que su desnudez. Las patas escépticas. Su altura. Su anchura. La proporción sobre un detenimiento si alguien se arrimara. Y sobre ella cualquier posibilidad. Utensilios. Manteles. Codos. Las voces de las visitas. La mano de una mujer que le da brillo al barniz. Una consideración que se avisa para abordar en los pasillos una queja ladina. Un zumbido curvo de un dolor que aquí alguna vez existió. Queda el vapor, el último pitazo de un buque que parte antes de entrar en el patio. Unos escalones y la enredadera trepa en el lado húmedo de los ladrillos, ese norte melódico de la hojas enverdecidas, pegadas con desesperación a la pared. Y más acá, donde hay otras incógnitas, la parra. Su perdición que la delata. Su sombra depositada en frente de las amapolas. Y se ve con paciencia como penetra la tranquilidad mas allá del flamboyán. Hacia el fondo del patio. Donde, en la tensión de las cuerdas, el aire suena bonito. Como un guitarrón. Como si repentinamente tuviera una playa y las olas se partieran lentas en la marea baja. Y las cosas se movieran con la sal. Ese olor que salta por el balcón de la sala y las rejillas oxidadas. Y se asienta en la biblioteca, en las enciclopedias, en los adornos y la humedad. En el amarillo de las ediciones de la Banda Oriental. Y en definitiva, el polvo ya se ha depositado como un elefante que quiere irse. Algo que se expande y quisiera ponerse en marcha. Y no puede ser otra cosa. Esa intensidad que mira desde los ventanales hacia la calle con la nostalgia de un sitio irreparable.


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