Ignacio Iturria |
1
Al sexto día de agosto sorprendo a una
sola gota caer por el espacio de la ventana. Línea blanca y rápida. Una. A
pesar que la consulta de los nubarrones propone que nada se mueva. Total, Pregogine,
inmovilidad. Muscular acierto de entre aire este, a punto de la Parálisis, me
somete. Pero, inclusión a qué. Mis tripas, hinchadas, sugieren a la caricia del
vaso tinta movilidad y exclusión de DeLucca.
2
Repercusión. Recién recuesto sobre el pan
una pincelada, longaniza de ovino, el perfecto cero de la grasa coagulada. Y
sin embargo, la computación de algún número estático aquí determina mi
presencia, me deja al margen, a un paso de dejar de pensarlo mientras mastico
entre sospechas anís, paprika, guindillas, y en su entorno musgoso, irreconocible,
un sabor irreconociblemente humano, sorpresa u horror, tan lejano así que aparece,
remoto paraje en la lengua, cayendo en aquel abismo donde patina desesperado,
un sustantivo in Vitro.
3
Luego. Las alhajas de esta tarde, donde esté,
se conocen porque se llaman como en los dobles ceros de una mirada interior. Dos
por uno. Bien acompañadas por la oreja perfecta y auditiva, las cejas hirsutas
y capicúas, dos oleajes sin nada, sin espumas. Y no comprendo.
4
Mucho más tarde. Dobles. Igual a los
chances. Escucho si el mundo en Montevideo es un día donde siempre he impuesto
ser o no un Bach de espaldas al fonema, entrópicas maracas de güira, junto al
ritmo donde se gira al revés. Gira el revés? Me repongo, escucho más cercano de
lo que debo una barriga que parte analgésica y de si misma, un vicio al que entrego,
cuerpo, y arranco (a ver si es verdad), para cerciorarme si es que estoy patas
arriba. Y. O. Por arribar.
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