Demonio, mundo y carne, Juan Manuel Blanes (1886) |
a)
Es como ver la carne reducirse en el
fuego. El tramite de la grasa y los tejidos bajo la fijeza del fuego. Un labio,
brotes, nacidos, el pus a cuesta en su jeringa, a ras del vértigo, como ligero dolor
en la apéndice. Y el hornero, mientras esto se acomoda, a brincos en el tejado,
embarcado en su barro, deja de cantar.
r)
Si la llama consume, a la par los
perros determinan sus distancias entre nosotros, albur, sin verdes. Atajos.
El (invertido) sentido de los pasos desmarca con el terreno de lo infértil. Las
cercanías. Cuando las grasas chispean su oferta, sus ojos- trancas- pertenecen
al sino de lo curco- sombra, fastidio. El círculo les encierra las
pupilas. Y un monosílabo repercute polífono, harto, deseoso.
d)
Porque estar alrededor de la memoria
ocurre en el momento que los humos se embullan flameantes hacia este azul que
es un cantar de varaderos. Mar invertida. Esas sutilezas cuando hacen hacienda fuego y carne. Y. O. La ola vuelve a romper a partir de una pulpa en el
quebrajo de las nubes, ante dos teros que pastan, ahora levantando el cuello
según el miedo.
n)
Pasma. El brillo del facón. Se abre por
una ribera de nervios en el “yo me acuerdo del temblor del pasto”. Los pequeños enigmas entre el extenso tejido del rumiar, sus choques, la mole.
q)
El asco. Como si fuese sangre, melva, episodios
de aceite caliente, su ortiga. Pureza o gordura llega al tuétano, el
desparramo sentado sobre el aleteo de las moscas. Al chuparse los huecos, sus
huevos por la carcasa de nuestro interior, revuelto en sus sabores.
f)
Y sobre todo, hay fiesta. Deslindes entre
lo muerto y lo vivo. Las bocas brillosas y las ágiles mandíbulas de los niños
devoran con alivio lo que se les sirve. Se muerde el éxtasis. Baja la materia y
cada engullida ejercita el ruido interior. Y en una cuerda, se descuelga
aquello a la retumbante caverna de regados tarecos, y, tal vez, para recuperar el
triunfo, la forma. O. Y. La risa.
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