Playa Malvin, Petrona Viera (1932) |
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Escucho
a Sonny Rollins ante la Isla de Las Gaviotas. Se escapa. Sobre el marrón del río
esquila la ventolera, y allá, desemboca el plumero; desde aquí, Incisos, un
polvillo levanta, nubarrones, toda una serie de sepias inciertas, arquean hasta
el horizonte, al lado de los tanqueros y las patanas, pacientes -y que cuando
quieren- esperan en óxidos, aplastados por la distancia.
Poca gente. En la rambla, se cuelan entre
los edificios los tendenciosos rayos, los jalones en los autos. Aparte, en la
playa de El Buceo, un personaje- si fuera ominoso lo diría de otro modo- se
descalza detrás de un perro que corre arrebatado detrás de una pelota. ¿Qué querrán
ambos. Qué tripa en la pelota llenará el aire. Y el perro. Dónde le morderá la
arena. Dónde caerán estas sombras. Y si fuese cierto el nomenclátor sin
acercarme?
En el molino de Pérez. Pasa la corriente,
integrada, por las rocas pulidas. Temo pensar en los deshielos de antiguas cazas,
hombres que murieron por un pedazo de carne cruda. Aquí hay una cantidad de árboles
que no reconozco. Y temo. Los eucaliptos se miran unos a otros con cierta territorial envidia. Y al
otro lado del molino, la oficina de Phillips tiene un guarda dentro de una
casilla que parece haber envenenado a todos los perros del barrio.
Fornican. Debajo de dos palmeras. Dos
jóvenes. Ella mano en la bragueta y él, en las tetas, con las dos. Mudos desarrollos
las olas de río. Pocas espumas, apenas un metro, en la playa penetran Punta
Gorda. Enmudecida. A mano derecha repta la ciudad. Ensordecidas tienen que ser
las caricias públicas. Los besos. La bombacha blanca como una ciega en busca de
un pañuelo.
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