John Cheever |
Chingolos. Pejerrey. Cheever. Cada uno
con su exactitud. El relato metido en su vaina cuando el contraste se acerca a
pronunciar los parecidos. Los saltitos del chingolo en una rama de eucalipto y,
de repente, el vuelo hasta aquí, encima del balcón, en busca de mi lealtad.
Porque allí queda tieso, hipnotizado por el sol y la brisa. Con los ojos pasmados
igual que los 2 quilos fileteados de pejerrey. Pasados por maicena y que, en la
grasa, resucitan en ámbares y blancuras, el punto de una pronunciada
turbulencia de olores. La historia del mar. La historia de aquellos seres transportados
por la seducción de la tierra. Lo mismo que Cheever. Seductor. Seducido. Lo leo
mientras sentado en el wáter las gotas- gruesas- caen con dureza dentro de la
cisterna. Y pienso irme a sentar en otro sitio donde pueda continuar esta
lectura donde el inglés me haga aparecer en Long Island, castellano, en vez de
una pecera. Y creo entender: no es necesario si ya lo radical por hoy tiene las
distancias percatadas, los cantos de los pájaros catalogados, la textura del
papel higiénico en el culo bajo el dominio de experto recorrido y absorción
necesaria.
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