Esclavas. Para el letargo. Un enlace de lombrices abulta el cielo. Y el ángulo consumido, pequeño desquicio, nace
en elegir esta perpendicularidad. De dos pingüé cucaramácara. El títere fue-
colorín- igual que agua carbonada seguido por el eructo, y luego sobre Punta
Gorda el sol envejece a los eucaliptos - ahora que comienzan a moverse.
Fitzgerald. Desde el balcón. Acúfenos, móviles,
las parpadas de un pato, las voces del programa de radio. Un pumarejo de jazz,
encendido, en el azúcar del clarinete. No. Vida aparte. Esta gente pasa sin
avanzar, grises, inclinados a las propuestas del jamás, el maltrato de cuajo a
un lado de la ventolera que, hace 10 minutos, se levanta hacia el río, y con
ello reanuda la queja.
“No al que. Que no al no.” Por debajo, la
inquietud se evacua. La comodidad, la
prevención. Después que abro el libro de Fitzgerald se corrigen, como una
brújula, estas cosas inevitables y frente a mí. Una cómplice brisilla se queda
garabateando sobre estas hojas que intento leer y releer sin remedio.
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