viernes, 24 de octubre de 2014

Viaje a Montevideo (Plenilunio)

Luna sobre el techo, Jose Cuneo

El río guía y reprime. Grosso modo. Esta tos sucumbe a sus polvos sobre un itinerario del algebra de Baldor. De modo que las renuencias del día poseen acústica. Dominios por los cuales confitan los vientos, las gárgaras de los amantes, los motores incesantes. Así, esta tarde, las limpiezas de los salones, las aceras y los colon. Un murmullo, un arrastre, portazos de estanterías, cierran más o menos cuando las luces se comprimen sin dolor, pero galantes.

La gente merodea por la rambla. Ágata con patas taconeadas. Y un tacón roto hace a cualquiera un pirata. Navegar sobre lo demás, alrededor de esa frita alarmante, llama de aspiradora en el atardecer, hasta el puerto se diluye. Se justifica, se reajusta ante el azimut, y en él la luna remonta, aparece con su nueva cara de atendedora de matahambres. Bien alerta. Como la carne igual a dos yemas corrientes.

La noche, entusiasta, en los cuadros del ventanal de un galpón gravita.
Luz inventada. Para la maravilla y la jocosidad, por si acaso, aprovecha su volumen, el flujo, en torcida velocidad- y es paso a un pasillo del laberinto- va a meterse dentro de las mucosas, se eleva en los socorros ya en una tendedera del espacio cuando Montevideo alarma.


¿Querer dar para exhibir. O. Y. Diluir la lectura y echar a perder el momento preciso. Y perder qué, que no sea este pozo donde el redondel no sirve para saciar la vida. Ese espejo desvela que el poema seguirá su trayectoria mientras suba la luna. Sería diligente sospechar del lunar en vez de su piel?

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