Luna sobre el techo, Jose Cuneo |
El río guía y reprime. Grosso modo. Esta
tos sucumbe a sus polvos sobre un itinerario del algebra de Baldor. De modo que
las renuencias del día poseen acústica. Dominios por los cuales confitan los
vientos, las gárgaras de los amantes, los motores incesantes. Así, esta tarde,
las limpiezas de los salones, las aceras y los colon. Un murmullo, un arrastre,
portazos de estanterías, cierran más o menos cuando las luces se comprimen sin
dolor, pero galantes.
La gente merodea por la rambla. Ágata con
patas taconeadas. Y un tacón roto hace a cualquiera un pirata. Navegar sobre lo
demás, alrededor de esa frita alarmante, llama de aspiradora en el atardecer,
hasta el puerto se diluye. Se justifica, se reajusta ante el azimut, y en él la
luna remonta, aparece con su nueva cara de atendedora de matahambres. Bien
alerta. Como la carne igual a dos yemas corrientes.
La noche, entusiasta, en los cuadros del
ventanal de un galpón gravita.
Luz inventada. Para la maravilla y la jocosidad,
por si acaso, aprovecha su volumen, el flujo, en torcida velocidad- y es paso a
un pasillo del laberinto- va a meterse dentro de las mucosas, se eleva en los
socorros ya en una tendedera del espacio cuando Montevideo alarma.
¿Querer dar para exhibir. O. Y. Diluir la
lectura y echar a perder el momento preciso. Y perder qué, que no sea este pozo
donde el redondel no sirve para saciar la vida. Ese espejo desvela que el poema seguirá su trayectoria mientras suba la luna. Sería diligente sospechar del
lunar en vez de su piel?
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