Si bien el cortinaje (purpúreo) donde reposa la hace flotar,
Teme, que al caer la noche, la convoque con su fétido aliento
A confesar numéricos y estrictos pasajes, y, al oído, le ponga
Ese martillo arriano, un cuerpo sangrado y viejos clavos.
Cierra los ojos. La mano huesuda, terror, ha entrado en el corpiño.
Tras un escalofrío los abre para no llorar.
Por ahí, el rey comienza a amansar. Amaralico piensa en la bestia
Que en ella mordisquea sus tentaciones. Muy bella, demasiada Clotilde,
Y equivocada católica.
Por provocadora y mentirosa le recita, impaciente y socarrón,
Los versículos. Y ella se los repite mientras su rey le toca lo que le toca.
Ella ha puesto la vista en la lucerna. Flaquea la llama. A un lado, el mango ofidio,
Dobles cuerpos entretejidos la enlazan a la pared. ¿Y si le pidiera a su rey que le Alcanzara la peineta? Siente ahogarse. Es igual que la ceguera.
La alcoba, una araña congelada, se le ha metido en la boca.
La escena, en realidad, es otra. Las sombras se han levantado en un teatro de la furia.
En la pared dos masas negras. Y por encima, atacan dos serpientes, repetidas veces, la Cabeza y el cuerpo, ya inerme, de Clotilde.
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