9 de febrero y 2011
El mareo. Un torrente. ¿El torrente de lo que oigo o lo que pienso ver? Bajo la ducha, el agua no cae como afuera. Por lo menos, no es el mismo ruido. La lluvia lo expande todo afuera y lo contrae todo adentro. La ducha es una maldita regadera que me esfuma entre sus gotas.
Regreso, por las amapolas de la cortina de la ducha, a la sala de mi casa. La casa.
Pongo, en el piso, la cara contra la cruz que divide a cuatro mosaicos. La poca frialdad de la tarde se ha acumulado aquí. Y los pasos de mi madre ruedan como un tren lejano que se viene acercando. Cierro los ojos. ¿Será que se acerca por la calle la máquina del vecino Osvaldo?
Después que pasa la máquina, en segunda, le sigue un leve tintineo sobre el techo de zinc. ¿Ha comenzado a llover o es esta maldita ducha que me vuelve a escupir?
Donde yo quiero regresar es al patio. En el patio donde está la amapola cargada de rojo. Allí, al lado del muro de ladrillos. Esa muralla china. Y llegar hasta la higuereta y mirar hacia arriba. Simplemente hacia arriba. Y allá, un cielo azulísimo entre las hojas. Eso es lo que quiero aunque no sé qué hacer con ello.
Niño, levántate de ahí. No pongas la cara en el piso. Afuera, la tarde vuelve dilatada por la luz, se abren las puertas ante las sombras de la gente que pasa. La sala se achica. Mi madre se pierde por la puerta de su alcoba.
Si quiero regresar al patio puedo esperar más (otra media hora) (bajo la ducha). O. Quedarme con el rostro contra los mosaicos de la sala.
Creo que hoy no va a suceder. Tal vez sea más prudente cerrar la llave de la ducha antes que se acabe el agua caliente.
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