Isabel se pone un vestido de franjas anaranjadas, sin mangas. Y un poco más tarde, frente a la ventana que acaban de arreglar, se transforma en una gata. Se encoje en el sillón y hacia el vidrio. Y con las orejas atentas, observa a las ardillas retozar sobre las ramas secas del moral desgajado como si en cualquier momento pudiera librar la distancia del patio en un increíble salto.
Antes de Isabel interrumpirme la lectura, se asoma La Parálisis. El encuentro del viaje y la latitud de las imágenes se esfuman. Y también, la creación de la grieta por donde se asoman los momentos entre sus arquitecturas, y el fluir cuando la gente en sus paralelos se cruza. Las casas victorianas de Cape May regresan bajo sus frondas, y el incierto rumor de sus ventas, los pasillos decorados con espejos y tributarias flores de florentinos plásticos; aparecen trozos incompletos, paredes descoloridas a pesar de una abundancia de pigmentos, a pesar de los excesos de las sombrillas agitadas por el viento en las playas.
Desde el sillón, Isabel, antes de maullar, se queja de claustrofobia. Intento conversar sobre el mapa aéreo de los grandes ríos. Que al desembocar se convierten en una fruta azul como las ondas del Wi-Fi. Y que el agua es una raíz, un mapa hacia al averno donde el meollo es un tipo de síndrome bancable. Y, sin embargo, me pide un dólar. Necesita salir a tomarse un café.
Aprovecho el silencio. Sigo la lectura. Me atrabanco en lo deforme. ¿Teratología? Desde aquí hasta el refrigerador, dentro de este frasco floto conmigo, despacho la primera cerveza del día. Y cuando regreso a la lectura, el llavín de la puerta. El cuerpo de Isabel se desliza de vuelta por la ranura de la puerta. Y una vez completada la entrada, se enrosca en el cojín del sofá donde tiene una amplia colección de sombreros de cumpleaños- cónicos, rojos y amarillos, añiles, verdes tercos, confetis brillantes, plumas de gallinas lilas. Alineados contra la pared, cabezas imaginarias, en espera de un cumpleaños, suman 14.
Isabel cierra los ojos y se duerme sobre un libro. Y queda en la miniatura de este espacio el leve ronquido que le devuelve su forma. Prefiero regresar a la lectura. Y descubro que, en el latido, la sangre se riega transparente, y en busca de sentido se parece al moco gelatinoso.
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