He dicho que la quiero.
Odiosas pullitas y plusvalías de los detritos de esos cuernos afilados y la
carga (proclive) a todo bien, que puse a sus pies por caridad y volviose mal
riñón, hasta hoy en el costado me asedian. Yo la quería. Y la seguiré queriendo
vulgarmente con este olor a pezuña. No me olvidaré- y cómo- de su torpeza para
hacerme sufrir bajo el calvario de mil humillaciones y que sin percatarme así
la tomé por santa y por buen culo que me dio una noche en León en un hostal
justo por donde pasa el Camino de Santiago. Y desde entonces hasta pulpo en
vida retorcí para hacerla feliz, por lo menos, que dientes torcidos tuvieran
hierros, y a manos de panadera le pusiera brillo y pintura de cundeamor como me
gusta en una mujer marrana y de extensas grasas, porque comió hasta más no
poder (engullir) pinchos y pinchos de flaca a hermosa y de ahí a ser un globo
de feria, un algodón dulce de azúcar rosicler para cuantos morros, toda su risa
mal crianza y excesos como una niña que lo quiere todo, porque la pobre nunca
tuvo nada y comer la hacía tan feliz y sexy y le recordaba su niñez en San
Antonio de los Baños de arroz blanco y plátano maduro frito en manteca y la
cascada de un riachuelo los domingos, los mencionaba en un paquete turista de
aquello tan lejano del orgullo, hasta el día que llegó su marido, un negro
flaco, bongosero de guinga y vaqueros, y a quien llevó al Corte Inglés en taxi
directo desde el Barajas, y aquí dejome tendido en el pueblo, en la maraña de
los visillos. Y nada. Yo al bar. Una copa en frente como el Señor lo hubiera
hecho sobre el cuerpo del perdón. Sin saber de quién la culpa, abstuve venganzas
y morbos con el alcanfor del tempranillo y los alivios de nuestras fiestas este
último San Juan. No es tan complicado, busco alejarme, por ella, del odio y las
facturas de lo que cura el dolor candente si se asoma la muerte a la hora
cuando uno se acerca, moribundo, al amor.
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