Ariel Cabrera Montejo |
Era
igual a un machete. Enfadado. Chapiador. Sobre un pedrusco se sentaba a mirar
las nubes rodar sobre los júpiter y extraía de la otra parte de su cuerpo,
empapado, un pañuelo arrugado. La cara se le encendía como una manzana. Y en Cuba
dudo que las hubiera probado. Detrás del sonrosar reverberaba aquella rabia de
hacer lo que había que hacer. Le propinaba a La Tregua -verdes- un solo tajo y
saltaban manigua y grillos, mi corazón, la piel, la potranca
espantando tábanos debajo del ano, y cerca de las piñuelas, sobre los guayabos,
una soga de intentos amarrando las hojas en un murmullo: como el que trae el aguacero
de junio y baja desde los cerros, y enfila por las cuchillas del Toa. Sin
gesticular enfado se ponía el sombrero, y, en él, todo se transformaba: el día
por un intenso gris de hierbas, el machete en el hombre que balbuceaba: Vamos a
casa muchacho que se nos viene agua.
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