Echo and Narcissus (1903) y John William Waterhouse |
Te aseguro que el rotor del cuello, desde esta mañana, apunta desde de
un muelle sin tintas, como si un pato se viera en el charco de Narciso. Aparenta
decir Sí. O. Un contrapeso. Un Basso
mayor que doblega sobre una de esas casualidades que un guaguancó arroja.
También te puedo asegurar que no iré a ver a Padura. Y. Que desde el límite
de sus acusantes lecturas sajonas hay una contabilidad socorrida por un
uniforme en La Palabra. No le entro. No hay puerta que me haga pernoctar en esa alcoba. Sin embargo, el chillido de una gaviota, detrás del patio, sobre el
techo de la escuela, me trajo esta mañana la proa del Saint Louis bramando al
zafarse de la bahía.
Casi estoy seguro que iré al bar. Busco ostras. Llego a estos días recogiendo
filos al amague de esos cuerpos tonificados. Sigo entre la conexión y el desvío,
opuesto a la arena y al trato con lo sacro.
Y por ello, La Espera. Sin ir más
allá, estimulo el intentar contra el intento. Sobornarme un tanto cuando quiero
sorprenderme. Incluirme para excluir en esos calibres esta conversación.
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