Yo no hacía más
que darle vueltas. Era, total, La Casa. Era flor de piso. Los mosaicos fríos. Era
el café. Nos sublevaba por lo que éramos, la baba de lo interno. Hijos de Aaron
Vivíamos en un borde sin forma. Dentro de una excusa sin salida. Me decía en
los días de peor hambre Si me peleas te voy a romper la sicritilla Te vas a
dormir Te vas a comer las amapolas del patio. Y entonces. Asomaba en las
amapolas el desguinde de las granadas. Se ponía con un cordel a pescarlas igual
que si fueran mariposas acuáticas. Verás, decía en voz alta, las tiñosas
jaloneando las tripas de un pollo. Olerás el hedor en la letrina. Y nos contaba
un cuento Tu culito está contento. Se levantaba sobre la higuereta, dios, tan
vidente y papalote, que las cosas terminaban confundiéndose con un programa en
la radio. Las voces. Los temas de Pacho Alonso. El ciclón del 27. Y cuando invadía
el día de pan fresco, imaginábamos el huevo frito, el agua de azúcar tintineando.
El regocijo era tal que arrastraba medio mundo, toda síncope, hasta la orilla
de la mesa y la punta de su nariz sudada. Le salía como un chisguete (zinc) de
bordado placer el movimiento. Aparecían luego desenvainados los temores, nosotros, diminutos. Volaban las moscas, culpables y no, no lejos de su mirada. De cuerpo
entero. Allí parada. Comíamos enmudecidos. Y la miraba. No. No dejaba nunca de
mirarla.
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