Eduardo Galeano |
1
Nunca me interesó conversar de Eduardo Galeano.
Lo leí de joven con las venas abiertas de aquellos días donde me desplazaba
entre algunas inocencias que todavía me fluían de mis lecturas bíblicas. Aquel
entusiasmo, como todo catecismo, duró poco. Me perdí en otra lectura. Me atasqué
y me dinamitó la poesía. Y Galeano se desvaneció, por suerte, en aquel cemento
que pesa y sella un momento.
2
Lo vi cruzar por la Plaza Matriz rumbo al Café
Brasilero 1877 con un portafolio en la mano derecha. Llovía. Hacía frío y
viento. Exhibía la calva. Cuando le pasé por al lado tenía el abrigo abierto y
le colgaba la bufanda. La testarudez de los uruguayos contra el viento del río
es harta y conocida.
3
Una vez, mientras navegaba en los canales de la
televisión, lo vi dando un tour a un imaginario documentador en Buenos Aires.
Pensé “Galeano se ve afectado por una largo historial de conversaciones y
manerismos de mesa.” Sopesé por un instante las lecturas que lo habían desplazado.
Gombrowicz. Luego, la lista se fue ampliando. Galeano se sentó en una mesa de
un café. Yo me levanté. Y contrariado fui a la biblioteca del cuarto. “El
Diario Argentino” y “Bacacay” no estaban en su lugar.
4
Ayer, cuando Isabel me llamó para darme la
noticia que Galeano había muerto, estaba esperando el 167 y pensé, cuando vibró
el móvil contra el muslo, que algo grave le había ocurrido o que, como a menudo
me sucede, se me había olvidado el llavero. “Mirá, vo” le dije. Sumé “Creo que
70 y pico”. Añadió a Gunter Grass a la lista. Calculé “80 y pico”.
5
Cuando lo del mundial del 2010. Me agarró la
sorpresa. Yo estaba sentado frente a una caña en un bar de Logroño. Cuando parecía
que el equipo uruguayo de futbol iba a pasar el balón 4 veces sin pifiar, apareció
Galeano en el continente africano montado en una carroza. Allí fotos. Allí rodaje.
Allí la figura severa del cronista. En aquel carnaval de entusiasmo no entendí qué
Eduardo representaba en esa murga. O. Y. Qué coño hacía yo mirando aquello.
6
El auto pasó por una calle. En esa casa vive
Eduardo Galeano. El conductor no se animó en dar más detalles. No supe cuál
casa. Había varias casas. Como las casas que hay en Montevideo en una calle
cualquiera. El conductor no sacó las manos del volante. El tipo conducía mal. Y
se le notaba un alto nivel de inseguridad cuando tenía que cambiar de línea o
doblar a la derecha. Miró por el retrovisor como queriendo decir algo. Quizá, a
su mejor juicio, no pudiendo hacer dos cosas a la vez, optó por guardar
silencio.
7
Muchos años después. Íbamos rumbo a una pequeña
biblioteca con el nombre de Felisberto Hernández cuando el conductor, un señor
de barba profunda y buen hablador, me preguntó si conocía a Eduardo Galeano. Él
se encargaba del encuentro. Guardé silencio. El complejo de Euskal Erría me
recordó las prefabricaciones del bloque soviético. Dicho complejo alberga en
sus entrañas, y en uno de sus edificios, la pequeña biblioteca. En ese lugar sombrío,
y de cuyo gris prefiero no acordarme, hay fotos y caricaturas del escritor y
del músico, libros amontonados, un enjambre desorganizado de nostalgia empapelada. En
frente, hay un quiosco. Y se pueden ver, desde la vidriera de la biblioteca, a
los niños jugar como en un túnel. Y. O. A los mayores comprar la quiniela
vespertina.
8
Cuando entró, dobló sin mirar a la izquierda. Ya
yo estaba parapetado contra la pared donde cuelga su foto. En dicha foto se le
ve ensimismado mirando hacia al exterior desde el mismo asiento donde yo estaba
sentado. Dio la vuelta ante su error. Se sentó, sin sacarse el abrigo, en unas
de las mesas contra la pared, al lado de la estufa. Agarró un diario que estaba
en la mesa. Lo abrió. Y cuando llegó a la segunda página me miró por encima. “Le agarró el sitio al maestro. ¿Desea algo
más?” El mozo giró disimuladamente la cabeza. Creo que se disculpaba con
Galeano. “¿Al canoso?” Volví a pedir
otro Napoleón del país y Salus con gas. Le
quité la vitola a un Romeo y Julieta. Entreabrí la ventana y regresé a “Los
anillos de Saturno” de W. H. Sebald.
9
Nunca me interesó conversar con Eduardo Galeano.
Una tarde entré en el Café Brasilero 1877 después de un asado en el Mercado del
Puerto. Y allí estaba sentado Galeano, en la mesa de la estufa, al lado de una
mujer joven. Y también había un hombre sentado a su derecha. Era igual a Bryce
Echenique o Alfredo Bryce Echenique. Al verme, Echenique, entusiasmado y contrariado,
casi se levanta de su asiento. “¿Nos conocemos, verdad?” No estoy seguro que
nos hizo reaccionar a ambos. “Sí. Se
parece Ud. a alguien. Pero hace tiempo le he olvidado.” Seguí, sin más, hasta
una de las mesas del fondo. De espaldas a los tres pedí un cortado, un Napoleón
del país y Salus con gas.
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