Afiche cubano (ICAIC) |
Ichi. Bastón
relámpago, getas sonoras. Zatoichi. Nublados sakes en Edo. Hábiles manos y apuesto a que
por arte de magia, madre dice, se las llevó el viento de tantos cadáveres, por
Dios. Y es que a un lado todos, los niños, nosotros, a palos, hemos una cruz
por espada hecho a un japonés ciego nuestro cristo, el pistolero, corsario y
pirata. Un masajista. Boca rosa, temblorosos labios, devorantes ante las bolas
de arroz, tan húmedos que nos pasamos por la manga el hocico sin querer. Y al
almuerzo. Redondos violetas, moretones en el imaginado kimono, las espaditas,
esqueléticas poses cubanas al grito egcoñoetumadre, asunto de vida y muerte, forcejean
hasta la mesa. Y pues, quién primero la mano mete por el más dorado de los
fritos. Y. O. Los tres órganos divididos.
Molleja para mi, el hígado mi hermana, y para el benjamín el corazón, la
estocada de madre, y basta el jarrón de hielo que flota en el centro de padre y
su ceguera. Su distinguida mano, anillo masón, rápido hasta la boca un muslo
devorado antes de que amén el señor nos guarde y bendiga, adjunto y post data, a
los que tendremos que defender un día no muy lejano con nuestras afiladas
espadas. Y puede que al final, las enloquecidas moscas tras las pegajosas
invisibilidades del almuerzo hayan cometido, por lo menos una, la osadía de
posarse en su nariz. Para siempre quedará en esa celuloide el manotazo en el aire,
el corte terminado del gesto. Cerrado el puño unos instantes. Luego. Abre la mano- qué
cámara lenta- y al mismo tiempo, inmensurable tiempo, se levanta, y deposita en
la mesa, alas torcidas nuestra alegría, una descojonada mosca.
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