Montagne Sainte-Victoire (1904) y Paul Cézanne |
Y se anilla por las caderas de esa muchacha. Bach. Quien, a fin de cuentas, pretende el pretérito e inicia cuantos estados subjuntivos se lo permita la dosificación, las alteraciones, el tramontar de los sacabuches, un sopetón tras otro de adagios, partitas, y coros despoblados en un agujero nocturno.
Pero ahora que hay luz en 23 segundos de
felicidad, mi capacidad es igual, aproximadamente a 95 quilómetros por hora, y admite
la suma de esa distancia entre las escarchas que flotan todavía antes de entrar
la marea por los pantanos.
Si es o no suficiente trazarme un cuenco, las aguas
se mueven como este tiempo, se encalla puntiagudo el vector, me
abandona La Palabra ante el perfume contenido en la ballena que una vez soñé
abrazaba en las profundidades de Eros.
Hago una pauta. Me expongo con el cuerpo, curvo,
línea que parte un piano sobre el sifón de las teclas y, mucho más arriba de
cualquier apreciación, sosegado y placentero, definitivamente, sin mí. Sin. En un
techo que desde el azimut percibe igual que mis favoritos cuadros de Cezanne.
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