Cuento las nauseas. El arco de carpanel de
algún sujeto como yo. Su moco en el frío, lejos de la mar -sal- aún con la sal
extraída por los aires. Me fijo en el cuero -rosetas de una alegría alejada de amores- y esa falta que lo convierte casi en indecencia olfatoria, en la minería del
rostro endurecido si tarde el vaso se le resiste. Y tantas veces, un instante
de bella lucidez, la risa, estancada, y a priori condensándose al repetir/intuir/saber que abajo se viene la
civilización, la cortina del baño que hace dos meses se desprende porque no hay
modo alguno de separar lo uno y lo otro sin que un ataque etílico borre con sus
reducciones el miedo. El Miedo. Sí. El que lo sujeta hasta partir en puertas la
salida, y quebranta por cansancio hasta el punto que logra, bribón, palparse La Salvación, allí cuadrilátero, piernas en gambitos, blancas contra blancas, y por
encima de un caballo, a galope con la Reina Perdición, a sabiendas que le pedirá
tablas en el próximo bar.
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