29 de abril del 2011
La entrada. Puertas abiertas. La madera salada y gris del portón absorbe una última barrera de luz. Dentro hay una gran ceguera (cinematográfica). El altar apenas se distingue. Se pierde en una penumbra de bultos e hinchazones. Cuando regresa la luz, revela detrás de dos mesas, a la izquierda de la entrada, a dos vendedores con una amplia gama de catedrales en miniatura, collares de colores, pulseras artesanales con santos y el nombre de Laakbaar en blanco, pequeñas medallas de plata con figuras de héroes de la última guerra civil, de Cristo y otros rostros que desconozco. Los precios en euros.
Las capillas están ennegrecidas. Un tizne evidente ha ido sumergiendo a La Catedral. Las figuras, opacas, más que una languidez espiritual, parecen querer descender hacia la luz. Buscar otro sitio. Me detengo frente a una virgen y entiendo que un fuego interior ha ido consumiendo su estado sacro. En una capa de oscuridad retiene en un último delirio a un niño sobre su cadera. Una cadera que el tiempo le ha tallado malicia y redondez.
¿Cenizas? Frente al altar me llega la música. Miro hacia la entrada y la intensidad de la luz me vuelve a cegar. La letra del bolero de Agustín Lara. ¿Cuándo fue la primera vez que la escuche? Cenizas. Es un trío en la plaza de La Catedral. Una serenata.
Antes de terminar el circuito me detengo frente a una estatua que sangra de un pie. El cuerpo está tendido. La piel, cérea y amarilla, tiene una peca blanca en la pierna derecha. Un pequeño e insignificante trozo se le ha desprendido. El tiempo. Reciente, pienso. Todavía está fresca. Me tienta poner el dedo en la peca. Meto el brazo por las rejas de la capilla, pero no la alcanzo.
Afuera. La luz. La música. Los restaurantes. La gente pasa. La gente. Vender y comprar. La plaza de La Catedral mantiene un tráfico desordenado. Orbita hacia los lados de La Catedral como si fuera agua. Eso es. Agua. Porque aquí lo real es el agua. Un sitio por donde se escabulle el agua hacia el agua.
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