26 de abril en el 2011
Las cosas más cercanas están rígidas. Un estado fotográfico. Lo más cercano es el verde, las hojas específicas, el dominio de las fachadas detenidas por el gris, la infección del tiempo en las maderas. Por ahí. Y porque la gente suele pasar entre ellas es la única razón por la cual no es un estado de alucinación. Ese movimiento le da dimensiones a las calles, a lo que está arriba y abajo. Y también a mí. Aquí. Estoy.
Laakbaar sucumbe al hecho que su orientación es la mar. Dentro de ella la irritación de su roce con las cosas tiende a concluir con una mirada de disensión. La mar. El calor se riega por una discusión que baja por los techos y los depósitos de agua. Las terrazas son una cerca contra el cielo. Los flamboyanes truecan con sus coronas casi calvas, uno tras otro, por una continuidad de calles encenizadas, nombres perdidos, esquinas desgastadas, un autobús que dobla, dromedario aburrido, por una calle que lleva donde rompen las olas contra un muro.
Desde el muro. El viento versus el silencio. Una colcha de felpa azul cubre las distancias. El castillo. ¿Se yergue o duerme? Arresta con un cuerpo (gigantesco) su entrada en la bahía. ¿Un barco condenado en la tierra? Una viejísima conclusión con una bandera le flota en extremis.
Doy la vuelta y confronto esta ciudad. Algo me enfría en la espera. La espalda. Y prefiero no mirar atrás. Flota con el cruce de los vientos hacia el interior. Hacia las calles. Es una salazón. Ni es voz ni (cosa) que traspasa. Como en una mina gaditana se parte cegadora sobre la sal. Parecido a una luz dura se mete hecha cuerpo. (Vaga) por las calles. Se escurre. Sumerge a Laakbaar.
Inclusive. En uno de esos tantos caserones agrietados, una vieja se escurre. Arrastra los pies de la cocina hasta la sala. Cree que no llegará, pero llegará. Cuenta los 53 mosaicos sevillanos hasta el rincón (fresco) donde la espera un balance de caoba perfectamente conservado.
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