12 de enero del 2012
Cuando me levanto me percato que ayer te lo podría haber dicho de otra manera. Cuando quiero sacar del armario esas formas en la que te pronuncias sobre las cosas lo mejor es que calle. Me fastidia el confesionario. Te voy a poner del lado de los marcos vacíos que tengo contra la pared. O. En el escaparate donde tengo la tacita Limoges color Luis XV. Te lo prometo. O. Me sentiría más a salvo si te disolvieras en el desorden de mis cuentas delincuentes. Si te extraviaras en los CD que tienen música equivocada. Camarón por Bach. Bach por Agustín Lara. Una novela de António Lobo Antunes encima de todos.
Afuera la lluvia arremete. Una rabia que no comprendo. En la parada del autobús se mete por todos lados. Se restriega contra los vidrios. Contra el rojo azorado de las luces de los automóviles sale un panal de ojitos llorosos. Collares de ráfagas heladas se disuelven hasta llegar al semáforo. Después, según avanza la mañana, me da la sensación que paso por un estado de total suspensión. La misma gente en el autobús. Las mismas conversaciones. Nueva Jersey partida en su parsimonia industrial. Y Hoy no me sale de los cojones cerrar los ojos. Oigo más el agua herida que lo que quisiera ver. El gorro blanco, tejido en China, de la señora sentada frente a mí.
Cuando me bajo del 167 el viento sopla trastornado. Sin dirección. A las 7 y 24 la luz se filtra pareja y desciende ámbar. A mitad de cuadra paro. La maravilla. Todo alrededor se ha transformado en un nítido espectáculo de tonos amarillentos. Los troncos de los robles, sus copas, y lo alto, las fachadas de las casas y la hierba, el zigzag de los postes eléctricos, los autos, el asfalto, mi abrigo, la ardilla que sorprendida me mira. Hasta La Parálisis ha abierto su boca y se me ha enroscado en el oído. Quiero oírme decir algo. Pero nada me sale.
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