21 de enero del 2012
Me rasco toda la noche con la manito china. El prurito me ataca en el centro inaccesible de la espalda. Ese poro donde se acumulan sustos y coincidencias, intuiciones, espacios e inexplicables momentos. Y que en ciertas noches, se revuelca contra las arrugas de las sábanas como si se asfixiara. Como si, contra las telas, la ceguera le comiera las entrañas y quisiera abrirse como un cráter para engullirme. Entonces pica que pica. Y toda la noche avanza con sus sueños y pesadillas en un coro mordaz. Se escurre entre sus glissandos internos y me hace agonizar. Torcerme.
Esta noche. Me zambullo de mi vejiga al fondo de una piscina donde aguanto la respiración, y en ese momento decisivo, cuando busco oxígeno, se me concentra, en el poro de la espalda, la mirada de alguien, las gotas de sudor de Song o el vagón de la voz de Canetti en los intestinos de Manga, una esquina de Barcelona, una tuna en Santiago de Compostela donde uno de sus miembros tiene una boina inmensa, las piernas Iddy. O. Y. Las viñetas que le escribía a Nube, la tarde que perdí dos papalotes. Es una cadena interminable de la asfixia. Parece que encuentra otras (zonas) que se me han escapado. Porque a veces, cuando menos me lo espero, me giro de repente con la certidumbre que algo está por suceder a mis espaldas, que alguien me está por llamar. O. Y. Que detrás, una comedia se ha armado y yo no soy parte de ese andamio, y lejos de todo, estoy todavía por nacer. Entonces pica que pica. Voraz. Escabroso. Tenaz el poro. Después, lo único que lo alivia es la manito china. La acerco con cuidado, froto al alrededor (despacito) sus bordes, y disfruto el alivio. Hasta que me vuelvo a dormir.
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