6 de enero y el 2012
Inicuo. La palabra me acompaña en el tramo de la 167. Sin fondo. Sin peso. En Andy’s Corner Bar, después de balbucear mis saludos, Tony Bennett canta en las intersecciones de las conversaciones. ¿Qué canta? Y creo ver a Inicuo. Una barba esquivada, la bufanda en un lazo escolar y una gorra griega (negra). Qué alza en los espejos la palabra. Inicuo. Las mesas están vacías. Los que estamos nos encorvamos sobre el bar y le hacemos las querencias circulares a los vasos. Y la conversación zarpa lejos. Me conformo con escuchar a John reírse de sus propios aciertos. Habla para reírse de su inteligencia. George lo escucha con la nariz roja. Es un hombre que lleva en las manos una impaciencia casi pueril. George mira por la ventana hacia la estación de gasolina. Sé que la tarde a mis espaldas se ha anclado verdosa y fría. Ha levantado un viento molesto. Pero no le digo nada. George comenta que han subido la gasolina. No contesto. Nadie tiene ganas de hablar de precios. John es el único que arremete contra algo que le contrae la cara. Ahora parece un tomate podrido. Me mira para hacerme cómplice, pero ya yo he escuchado la palabra Inicuo en algún escondrijo del bar. Creo haberla oído desde el otro lado donde están sentados Rich y Sherbine. Tiene que ser. Después de dos stouts me voy por las amarguras de un IPA. Sixpoints. Bajo la mirada y paro de pensar.
¿Pensar es una imagen? Qué coño digo. La biblia la llevo en la mano. Tiene una cremallera. Tiene que ser domingo porque voy detrás de mi familia subiendo por una calle estrecha y sin tránsito. Mi hermana calza unas zapatillas blancas. Mis padres caminan juntos. Caminamos despacio. Después estoy sentado en el banco de una iglesia. Tengo puesto unos pantalones verdes. La biblia tiene los bordes de las hojas teñidos de rojo. Y tengo subrayados en lápiz muchos versículos. La pianista se recrea en una pieza que juro tiene que ser Bach. El espacio huele mustio, agradable. Hay una amplitud íntima donde la luz entra por los ventanales y rebota en los barnices, en el mármol del piso. El ruido de la enramada irrumpe como un eco impertinente y violador. Los motores desaceleran y aceleran. La gente se oye pasar muy lejos. También se oye en el techo tres grandes ventiladores que reman como pescadores frustrados en un anchísimo mar. Pero yo pienso Melchor, Gaspar y Baltazar. Abro la biblia al azar. Cierro los ojos y apunto a un versículo con el índice. Y creo que leo. Vuelvo a cerrar los ojos y paro de pensar.
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