USS Santiago de Cuba (1861) |
Madre se despierta
en el sofá forcejeando con lo nimio en su memoria. ¿Habré estado aquí antes? Me
sonríe. Le aseguro que esta tarde sucede entre nosotros y que yo también hace
un rato dudé cuando el Hudson aparentaba, desde este noveno piso frente a un
vendaval irresistible de luces melifluas, agua sin movimiento, ser una gelatina glauca
en medio de un valle, le dije, se lo repetí, antes que nos sacaran la foto
debajo del cuadro enmarcado en palisandro donde Santiago de Cuba se contrae
entre techos tinajas y azules blancos ante la mar, que esto (fuera) se revuelca
con la incertidumbre, por exceso de Numancia (2002) y esas filas de botellas
francas, beaujolais dichosos en frutas y sales minerales, quesos reposados y
vitoreados en glissandi, y su favorito, un suizo parco de piel narcotinosa al
lado de las galletas con sésamo y olivas, y (que) del todo uno podría apuntarlo
con acertijos y que no era necesario, al fin y al cabo, que fuera cierto, que
si ella y yo nos sentíamos aparte, ahora, del resto, mi padre, su marido, mis
hijas, sus hijos, mis nietos, y sus bisnietos, por lo demás no se enterarían. Las
aguas siguen su curso. Balbucea con el vidrio de las ventanas por medio.
Escudriña allá abajo algo que no ve bien. Son dos gaviotas flotando en el agua.
Esos palos levantados es el muelle. Aquello es la orilla y los edificios no se
están quemando. Es la caída del sol. Los rascacielos son muchos. Le digo. Le
vuelvo a repetir. Y suspira. Se sienta otra vez en el sofá con las manos
aguantado la cabeza porque se le cae del dolor, se le escapa por el dolor este
cuarto con todos nosotros dentro y la música de Pandora, y el cuadro de
Santiago de Cuba, y lo otro, lo nimio. Y (vuelve) a cerrar los ojos, a buscar
el viaje de regreso para ver, si con suerte y trabajo, nos encuentra dónde
estábamos cuando llegamos.
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