viernes, 23 de noviembre de 2012

San Guibin (jueves)




USS Santiago de Cuba (1861)



Madre se despierta en el sofá forcejeando con lo nimio en su memoria. ¿Habré estado aquí antes? Me sonríe. Le aseguro que esta tarde sucede entre nosotros y que yo también hace un rato dudé cuando el Hudson aparentaba, desde este noveno piso frente a un vendaval irresistible de luces melifluas, agua sin movimiento, ser una gelatina glauca en medio de un valle, le dije, se lo repetí, antes que nos sacaran la foto debajo del cuadro enmarcado en palisandro donde Santiago de Cuba se contrae entre techos tinajas y azules blancos ante la mar, que esto (fuera) se revuelca con la incertidumbre, por exceso de Numancia (2002) y esas filas de botellas francas, beaujolais dichosos en frutas y sales minerales, quesos reposados y vitoreados en glissandi, y su favorito, un suizo parco de piel narcotinosa al lado de las galletas con sésamo y olivas, y (que) del todo uno podría apuntarlo con acertijos y que no era necesario, al fin y al cabo, que fuera cierto, que si ella y yo nos sentíamos aparte, ahora, del resto, mi padre, su marido, mis hijas, sus hijos, mis nietos, y sus bisnietos, por lo demás no se enterarían. Las aguas siguen su curso. Balbucea con el vidrio de las ventanas por medio. Escudriña allá abajo algo que no ve bien. Son dos gaviotas flotando en el agua. Esos palos levantados es el muelle. Aquello es la orilla y los edificios no se están quemando. Es la caída del sol. Los rascacielos son muchos. Le digo. Le vuelvo a repetir. Y suspira. Se sienta otra vez en el sofá con las manos aguantado la cabeza porque se le cae del dolor, se le escapa por el dolor este cuarto con todos nosotros dentro y la música de Pandora, y el cuadro de Santiago de Cuba, y lo otro, lo nimio. Y (vuelve) a cerrar los ojos, a buscar el viaje de regreso para ver, si con suerte y trabajo, nos encuentra dónde estábamos cuando llegamos. 

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