Milagrosamente breve.
Un embargo estirado en el salmón. Los restos pegados en el fondo de la cazuela.
Gris. Como si hubiese partido algo en las tablas de esta casa para hacerme un
agujero. ¿Dónde? ¿Pero?
En el brócoli,
al lado de coronas, su versículo verde echado a perder en la losa portuguesa.
La flor en azul concentrado en una barcaza frente a la cuchara me espera. Su
fuego. Aves en postas dividas.
Y vierto. Caso
ciego el vino. Unos redondeles de espesuras tintas sin remedio. Varios deslices.
Y en el fondo creo que doy con algo más duro que esto que se aprieta en la
botella. La inclino como un tubo sin viento. Por si acaso me atrevo a respirar. Y eructo.
Alrededor
incluyo. Me hago una lista cortés, y rápida desaparece. Se trueca un cuerpo con
otro entre las sillas, ahí, puestas alrededor de la mesa. Pongo el centrosema a
un lado, priápico, trompa apuntando a Meca, y detrás me configuro los utensilios, una
cadena de camellos, sedas y carpas, un interminable arenal que terminará
arruinándome el plato.
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