Los Adirondacks |
I
Me despido de Isabel. Sé que me espera el verde, las ondulaciones
azules, grises, el entorno perfumado entre descomposiciones y la humedad. Será un pequeño
reencuentro, me doy ánimo. Después que beso a Isabel. Espero en las montañas un
trozo partido de cielo a mi favor- el poder deslizarme (hoy) a lo desconocido.
II
En el autobús 167. A un hombre, sentado a mi izquierda, se le cae
el café de las manos. El café, un arroyo de inercias, corre hacia el conductor.
Se escurre entre los pies de los usuarios. Y ninguno se entera que sus suelas quedarán
agridulces.
III
Cuando llego al trabajo. Una estera de nombres y comentarios,
grados, colores verdes para orales, violeta por participación, y el rojo
negativo- que tanto me gusta en los gladiolos cuando en agosto se sofoca el mediodía.
IV
Pienso. Tal vez no sea apropiado rendirle homenaje a la era de
esta ansiedad de W. H. Auden, todavía en
los hornos, sin haber hinchado un poco más las velas de la curiosidad. Estos tres
días serán ocio y descanso, una vuelta sensorial a la palabra, al olfato. En una
era donde se separa tan fácil el tacto físico para entregarlo a falsas
pantallas, encontrar bajo los pies el dolor, el placer de sentirnos plantados,
me parece evidente, imprescindible, recuperarlo, y darle auge, explorarlo
mientras sea posible, mientras nos quede tiempo para incluirnos, ante todo
desespero, en el sabor que se extingue entre estas páginas. Persistir. Tomaré
esa palabra como eje para resistir la tentación de la queja. A lo sumo,
persistir sobre lo que hasta aquí me ha traído en esta balsa de lecturas y
varados sedimentos.
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