1
No
puse los codos en la mesa. Deposité la chapita (el runrún) con el hilo encaracolado
frente a todos para que padre lo viera en vez de las ganas de mis codos y o decirle
que, entre las fuerzas, me cortaba con el bigote, sus labios al borde del vaso
con el trozo de hielo fresco tan cerca de él. Y que no sería igual. Jamás.
Mientras viviera pondría ese caracol a viajar entre los codos.
2
Y
del vino jamás bebido. Solo lo que vino desde su error en aguas vivas fue Padre
con su biblia en pose bandoneonista, oropel los filos de las hojas, como unas
hachas que ladran y ladran en los montes. Preguntó. Adivina Adivinador. A ver,
El Monte Sinaí, me codea mi hermana.
3
Padre
siempre quiso superar Mal Nombre. El arroyo de la sierra. El transcurso
enfangado de las crecidas cada vez que enterraba desde la cayuca el fondo del
Toa y desde una simple envidia que evolucionó. Un cerón de importancias. Y cómo
no. Aprendió a repetir como orden de la memoria Juan 3:16 y cada una de sus
promesas aproximadamente al abrir la biblia. Y como no supo retarse otra idea,
su rostro pasó, como el de su Padre, a ser el de un hombre casi simpático y de
obediente jáquima.
4
Si
había en las posturas de gallina acritud, luz brillante, aquello, tan indigesto,
y humillante ver a Madre inclinada atizando leña, mi hermano dentro de ella
hecho panza, el peso al sentarse Padre antes de cerrar los ojos para bendecir
sobre la formica, aquello, un momento divino, las moscas cada una sorteando los
insoportables sabores. Amén, decíamos.
5
Como
no había ni vihuela ni nabla. Entonábamos, estólidos, por medio de unas puertas
cerradas, un bombillo 40 vatios luz, el crujir del balance de Padre, a su
diestra Madre, manos, el nervio de su bata de casa, y los tres, nosotros hijos,
hendidos en la vajilla de esparto, los himnos. Cosquillosos. En busca de esas
notas que quedarían dentro de La Casa, convexas.
6
Después
del aguacero aparecía la clepsidra. Desde el zinc al cemento La Historia de
Abraham en tal y más cual capítulo, las aguas de Vida a su regreso por La Casa.
Y desde mi camastro escuchaba, calculaba El Tiempo. La alegría de Padre, sin
saber por qué le gustaba bailar al ritmo de Pacho Alonso.
7
En
tiempos de ausencia. El remedio aparecía en el agujero que le hacía a la cal de
la pared del cuarto. Excavaba un plan para la ausencia según desaparecía Padre.
Casi un alivio el silencio por la ventana de su cuarto. Cerca, Madre dormida,
espalda a la ventana, las cosas tenían un sitio sin eco. Los mosaicos una
tranquilidad a la que yo asistía para ponerle la mejilla y sentir el
frescor.
8
En
las noches del batido de zapote, la amenaza. En el hielo el estupor de
veinticinco centavos cada uno quemándonos en la frente el precio. Padre se sacudía
el bolsillo, por si acaso pedíamos más.
9
Subir
por Aguilera. En fila india. En escuadra. En bloque. Distantes mi hermana y yo,
casi siempre. El menor de mano de Madre. ¿Las cañadongas en flor? ¿El
limoncillo en una esquina de un bar, sus dos puertas, el lugar puro desaliño? Escuálido,
biblia en mano, Padre, Aguilera arriba.
10
El
día que Padre mató a mi gallo. En el patio, contraria al amaranto la higuereta.
Contrario a la higuereta el bidón. Contrario al bidón el terral. Contrarias al
terral las plumas. Contraria a las plumas la mesa de formica. Contrarios en la
mesa de formica Padre y El Pastor invitado. Contrarios a El Pastor invitado los
huesos de mi gallo, nítidamente amontonados.
11
La
noria. En el templo la luz hacía rato, durante el servicio, que se alocaba
entre los bancos. Y más allá, quizá debajo del bautisterio o Enramada abajo, en
todos los parques. Detrás de Padre y Madre, cabestros hacíamos, luego, redondeles
frente a La Catedral. La Casa de Diego Velázquez. Casa Grande. Íbamos detrás de
Algo entre gigantes hojas de malanga por La Frescura del parque Céspedes.
12
Padre
nunca fue a La Feria. Pero, madre si fue. Por lo menos una vez. Nos llegó, una
noche, hasta La Casa, desde la carpa en la iglesia de Santa Teresita, la voz de
Wilfredo Mendi. Me tomó de la mano como una loca y hasta allí fuimos. Había un
tumulto. La gente era alta. El ruido. Los árboles (mangos y aguacates) hacían
aquella sombra. La fragancia de las campánulas. La voz de Wilfredo Mendi salía
desde la tierra. Y Madre no pudo ver a Wilfredo Mendi. Y Padre nunca se enteró
que Madre corrió conmigo a La Feria para ver a Wilfredo Mendi.
13
Como
Padre no supo ser Gaspar, Melchor, y Baltazar, Madre sabía que había que
considerar a los camellos. Y así, dar. Ofrecer. Pan con leche condensada,
hierbas y verdolaga. Un vaso de pru. A pesar que nunca llegó la bicicleta que
jamás aprendí a montar.
14
En
La Casa. Donde había cuando nos mudamos un altar a Babalú, Padre puso una
pizarra negra. Donde había piso de tierra, unos mosaicos rosados. Y cielo raso
para el zinc. Igual, rosado. Y debajo, y entre todo aquello, el abecedario
inglés en tiza. Y cuando tuvo problemas con Madre, una noche de un viernes,
testigos, nosotros hijos, Una Curandera trajo una chiva e hicieron, los tres,
debajo de la pizarra un ritual del cual jamás se volvió a hablar.
15
A
la hora de matar a Gabardina, El Chillón, cerdo que nos alimentara hasta salir
de La Isla, Padre venía, gafas de sol, encaramado en un camión, camino del
trabajo obligatorio. A esa misma hora. Primero, en el baño de la vecina, le arremetí
con un martillo en la frente. Segundo, aprovechando el desmayo, intenté la
herida mortal con un cuchillo de hojalata. Tercero, La Muerte de un cerdo,
aprendí, se despierta si no hay filo. Cuarto, y a esa misma hora, cuerpo a
cuerpo, embarrados de sangre, se me murió en los brazos.
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