Ariel Cabrera Montejo |
a)
Como
un hueso égloga, esta mañana ha tenido como címbalo el fondo de la caldera. Los
nuncios de los poemas, almagres -un consumé- se aproximan con el dolor de los
vientres invertidos. Como una molleja de pollo. Rompe piedra. Rompe ola. Rompiendo
en sus ácidos el mí y el yo y, truco mío, desde que he pentateucado mis
esquinas como versos.
b)
Después
que el cardenal vino a la ventana y se posó en la baranda. Se estira sobre los
verdes del moral una escalera pinzada por este sabor que no deja de
abandonarme. El hecho se estrecha, y me impide sentir más allá de este frescor
bajo las hélices en el techo- prendidas por un grave girar- hueso suspendido-
de un esqueleto al viento. Escucho a Lecuona.
c)
Depuesto.
Argollas. Como a las dos de la tarde. Una pila de papeles forra cada una de
estas peripecias. El horror de la sala con esta ventana al patio. Sus ácidos. El
moral en su fuelle. Me aguza, al toque, al hito osmio, en busca de total
silencio.
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