Fernando Botero |
Qué hubo con La Vecina y su aparato de raros estampidos debajo de la vibración
del huevo frito a las siete de la mañana entre cada rendija pidiendo sal, o,
mejor, qué hubo con las mañas de quien batalla el polvo en las esquinas de las
paredes en busca de un infierno esterilizado y
La Vecina, a brochazos butíricos cada kilo al balancearse, escalera
abajo con una sonrisa polisémica camino al trabajo, al borde del pico de una
rapiña, casi sin ganas bajo sus inmensas grasas, educada, medida, cortés y
despaciosa, saluda.
Y afuera. Cuando quiere llegar a los sitios, ininterrumpido ascenso, tarde
o temprano, más bien se sienta, y se asegura que no sea posadera de plástico o
color blanco el plástico o un respalde que ceda. Y seguidamente se le nota que
hubiera cruzado, suspiro y mirada, la pierna derecha sobre la rodilla
izquierda. Pero, hace ya más de una década cuando podía mirarse los tacones.
Los negros favoreciéndola. Los calcetines finísimos.
Y sus compañeros la admiran. Ella y los demás están casi seguros que
la respetan. La llaman por su apodo. Porque es cariñosa y sin caprichos, le ha explicado
la que trabaja detrás de ella, la que tiene un hijo en el ejército, y se cambia
los tacones por unos tenis antes de irse a casa. Y le asegura, Que ella (La
Vecina) no exagera nada, que no recorta, que no se entromete. Y se lo profesan
con la más afable levedad de una póliza a pesar que nadie la invita y a nada la invitan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario