Doll (Oskar Kokoschka) |
Cuando córtanle el cabello, ante
todos, expía una larga y resuelta cara, casi mozuelo en flor. Carísima, diría Darío,
El Señor Darío, su amante favorito. Sus cejas, una de cobre y la otra un
remedio parecido a una rapaz. Ella. Más redonda ahora, pero más alta, amarrada,
desde el cuello para abajo, borlas, y piernas al arrodillarse (carnadas). Porque la
humillación pertenece al blanco sobre el blanco obtenido de la túnica de la
impiedad. Y ella, furcia, inteligente, mercader del pubis, mayoral de las armas,
en friolentas noches sostuvo a caballeros y guerreros desvalidos, la forja de sus piezas
en la montura y en el vértigo (sirvientes). No en vano, algunos se asoman antes
de ver partir aquel viscoso atisbo. Sus ojos, ella recóndita negrura, dentro de una
tinaja derramados. Es casi lo último. Cuando al cercenarle de un tajo el cuello,
la plaza, los perros y el instante, levantan la vista. (Todo en su lugar). Apurados
cierran los pendencieros los balcones. Corren cortinas traídas de Sevilla. Adentro,
el frescor versa sobre los aromas en la mesa, leche y nata, huevos fritos. Un jarrón
con lavandas. Y las golondrinas, para que quede aquí grabado, en rítmicos chillidos
(afuera) tallan la mañana y el justo momento cuando guardan la cabeza en un zurrón
y llaman a los niños a la mesa.
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