Miguel Torga |
La angustia enciende en el januquiá la octava vela. El aceite crea su grosor, desvelo la media hora, y luego los chicos pican, por un buen rato, el baloncesto en el patio de la escuela. Yo. Pongo la sopa que hice de pescuezo de vaca, papas, y boniato coreano. Disuelto el apio, como el ajo, se vuelve dulce. Hasta hago un gesto y me baño. Pues, decido no responder a las hijas y sus melindres y llamadas de urgencias y costillares. Reculando por Netflix entrada la noche -afuera viento- llega el correo de un amigo. Y entre las memorias encuentro a Rodríguez, Carlos, ya muerto desde el 01. Y masco, entre mis muertos libros, el muerto de él. Frustrado espero buscarlo otro día. Sisado peso La Biblioteca, comedón del polvo. La angustia su mucosa, sus tocatas doppelganger. Me bajo: y lo posible y lo entreverado en portugués: un riachuelo hasta Torga. Aquello del reverso o el rostro y García Vega. Casi en su canana la rapidez para desfundar esto por todos mis agujeros. Me guindan, al fin y al cabo, campanas de incertidumbres. Pero. Uno a las llamas del infierno le pone alarma. Y cierra el libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario