Carruaje de combate hitita |
Intuyo
que el sonido en la bocina del carro que acaba de pasar es magia. Que lo que ahí
ha caído es multiplicidad. Y que de su alargamiento frutal y de las telas oscuras
el misterio puede, ajustado y tenso telón, expandir el eco y hacerlo persistir.
¿Qué hubiese sucedido en aquel solsticio en Tenerife si un corazón infantil hubiese
latido con ese poder en el momento del sacrificio, y en el acantilado todos
hubiesen sido testigos del bum bum bum aterrador? ¿Qué nos avisa esta sordera
en una civilización de incesante bulla? ¿Por qué al acariciar esas telas sus texturas
nos convierten en erótica esencia? ¿Qué hubiese pensado un griego ante la aparición
de un veloz y desbocado carruaje hitita doblando por una esquina del Ágora? ¿Claxon?
Tan pronto el huevo resbala de lado en el sartén, las hélices pasmadas del ventilador se disparan. La cocina se refresca. Los platos de vetas azules brillan en el mismo centro. Algo de rotación en ello. Una post gravedad. Y si levanto la cucharita coreana en ella una grulla atraviesa de este a oeste, hacia lo cóncavo del límite y la medida. O. Como todo lo que se vierte, toda ella (su elegante cuello, su plumaje) desaparece entre el contacto y las negruras diarreícas del café.
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