23 de noviembre y 2010
Esa camisa al revés que es noviembre. Un pedazo de tarde caliente que se digiere sin calistenia, salvo el bochorno, medio paladar en ascuas, y el belfo en busca de dos cervezas. Todavía están pegadas a las ramas las hojas que resistieron. Ya perdieron el amarillo. No sé qué antigua relación las ata a persistir. Tiene que haber un mal entendido en todo esto. Allí se han ido tostando, las muy cabeciduras.
Ebrio. Afuera los autos pasan detrás de las cervezas que fueron más de dos. Los camiones pasan espumosos en el asfalto. Allá, detrás de la ventana, pasa una mujer apuradísima. Una judía. De qué me sirve que los vea pasar.
Oigo que el norte le tira al sur. Los puntos cardinales se pelean. Son las Coreas que se jalonean las greñas.
Y veo a Song haciéndome señas en El Camino de Santiago. Cruza en forma de equis los brazos en el aire para decirme no. Y cuando quiere se le cierran los ojos, intenta reírse. Me habla tan bajo en el oído que me quedo casi dormido en sus brazos. El este jalonea al oeste.
En Barcelona vuelvo a cerrar los ojos. La pellejería joven. Las tiras de colores sobre el arenal ante el Mediterráneo. Esta vez, Song me vuelve a susurrar cuánto le gustan las aceitunas, la cerveza fría.
En el Palau de Música, Song me vuelve a repetir que le gustan las cosas frías. Me pone la mano en la rodilla. Los dos músicos se han levantado y saludan al público. No puedo aplaudir. Un bandoneón, una guitarra.
Pero eso fue en agosto. En noviembre las palabras me han ido sitiando. Las imágenes se han complicado con el resto de aquellas que intentan salvarse entre junio, julio y agosto. Y es un asunto que voy a consultar con más profundidad cuando respire el tempranillo crianza que estoy por abrir.
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