10 de octubre del 2011
El desayuno. En el restaurante Petes las grotescas porciones vencen a los tímidos. Aquí no hay dietas. Cada plato sería capaz de alimentar por dos días a una familia de seis. Los clientes esperan pacientes las enormes porciones con sus utensilios enrollados en servilletas de papel. Por encima de todos, el tañer de platos, tenedores y cuchillos, plásticos y líquidos, voces que entre la cocina y el comedor se mezclan en una sola voz rugiente, descienden y se posan en la mañana de los cuerpos como una alarma gastronómica. Y sin embargo, muchas parejas, en su mayoría pasados de peso, comparten un silencio íntimo que se concentra en el movimiento rítmico de las quijadas al masticar. Otros son tragados por la conversación penosa y reservada que se diluye en la totalidad cúbica del espacio.
En el mostrador pido el especial de dos huevos (blandos y fritos) con chuletas deshuesadas, papas a la sureña, tostada, mantequilla, pimienta, sal, azúcar, café. Todo bajo la paciente y maternal mirada de mi camarera, la cual, lápiz en mano, apunta decidida mi pedido. Una sonrisa. Y a mi derecha, un señor se sienta con otra sonrisa más pasajera y comprometida. Abre un diario delicadamente. Parece haber una sincronización general. La gente se mueve gentil, amable. Y me atrevería a decir que los saludos matutinos son genuinos. Y creo, que sin quererlo, comienzo a desconfiar.
El sitio está poblado de logotipos de la Universidad de Tennessee. Camisetas, gorras, sudarios, carteles, itinerarios, fotos. Es un culto naranja a la letra T mayúscula. Anoche, Alicia me había dicho que los Volts o Volunteers eran la obsesión deportiva de la ciudad. Pero como estaba borracha no creo que haya entendido mi argumento en cuanto a cómo se manifiesta la carencia de identidad en un excesivo tribalismo y cómo en nuestra modernidad los medios televisivos logran entumecer los cerebros con pequeñas rivalidades deportivas. Le dije al oído, porque la música estaba demasiada alta, que tal vez, por falta de un odio genuino, entregan esa energía vital a la trivialidad.
Llega mi desayuno humeante. Me engolfa un estado de total tialismo. Quedo jadeante, panzudo, cansado ya por una digestión que durará horas. Agradecido, pago con la misma sonrisa con que me han servido. Salgo en dirección a la plaza de Market Square donde está el texto en bronce de Cormac McCarthy.
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