martes, 4 de octubre de 2011

Viaje a Knoxville (La Taxista)

4 de octubre y el 2011


9 pm. El aeropuerto McGhee Tyson. Desierto. Las tiendas han cerrado. El único bar está apagando las luces. Cuando abro la puerta del taxi veo, por algún error, que la noche está estrellada. También veo a la taxista que intenta girar y me pregunta cómo estoy.

La taxista es gorda. La taxista más gorda del mundo. Detrás de ella, puedo ver sus enormes brazos que manipulan la pizarra del taxi con increíble destreza. Intenta girar el cuello, pero algo en ella no se lo permite. Vira el rostro 45 grados como si hablara con un pasajero imaginario en el asiento a su derecha. Y me hace la segunda pregunta. Saco del bolsillo el diario y le leo la dirección en South Gay Street.

La tercera pregunta aparece en el semáforo antes de tomar la carretera que nos aleja del aeropuerto. Le digo que soy de Nueva Jersey. Para limitar la conversación elimino condados y municipios. La cuarta me sorprende y le aseguro que hay playas en ese estado. Ella dice que su hermano (cambia de línea y pasa a un camión) tiene un bote y que durante el verano salen de excursión por el río Tennessee. Se divierte. Dice. Aunque no hay playas. Que un día quisiera ver el mar.

La quinta pregunta es una repetición de la tercera. Esta vez, la dice con ahínco e insinuación como si yo no le hubiera entendido aquella tercera e importante pregunta. Me irrita la quinta y sopeso la respuesta. Guatemala.  La sexta pregunta es inmediata y tiene un toque de sordera más que de incredulidad. Le veo los ojos, fijos en la carretera, por el retrovisor. Guatemala. Le vuelvo a mentir. 

Tengo la impresión que afuera se mueve la oscuridad. La luz verdosa de la pizarra del taxi le ilumina los enormes brazos. Oigo algo parecido al crascitar de una bolsa de plástico y el silbido que se escapa de las botellas de sodas. Pone las luces largas y me ofrece de la bolsa de Lay’s que ha puesto al lado de ella. No, gracias. Calculo que nos desplazamos a unas 50 millas por horas.

Era de esperar que la séptima llegara con un aire de descuido. A ella le encanta la comida mexicana. Burrirus y empanaras. Tengo que ir a México Lindo. Bueno y barato. La semana pasada estuvo allí con una amiga durante el almuerzo. El único día de descanso. Los miércoles. Nos pasa el camión que habíamos dejado atrás cerca del aeropuerto. Deja las luces largas contra la rastra que parece tener mil ojos rojos, color del cundeamor, ardiéndoles en la noche.  Después de doce horas consecutivas, seis días a la semana, uno merece ir a un sitio elegante. Esto último lo dice con resignación antes de la séptima pregunta. Y luego, se ríe. Y no entiendo por qué. Tampoco entiendo por qué ahora, y vuelvo a calcular, el taxi rueda a menos de 40 millas por horas. El camión ha desaparecido. La carretera y los letreros quedan fulminados por la luz larga del taxi. A los lados, oscuridad total. Profesor.

Le he vuelto a mentir. En la distancia diviso a Knoxville. Una curva larguísima nos acerca. Cruzamos un puente. El agua brilla con luces que no estoy seguro donde se originan. La taxista me asegura que ya estamos llegando.  

La octava pregunta. Hemos entrado en una avenida de doble vía. Luces ámbar. Letreros luminosos. La cartelera de un teatro de antaño que pestañea. Algunos restaurantes. El cartel de South Gay Street cuelga al lado del semáforo. Y noto que el viento lo mueve levemente y que detrás, en ese espacio negativo, hay varias estrellas. Esta vez le contesto sin pensarlo. Mi hija. Vengo al cumpleaños de mi hija. Y me dice, sin comentarios, en un ángulo de 45 grados, que hemos llegado.

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