16 de octubre de este 2011
El regreso. Me parece excesivo dos días de estancia en una ciudad como Knoxville. No niego que la compañía familiar me llena de esa causa por la que respondo a la ternura e inmediatamente, después que dicha ternura se tonifica, necesito partir.
Sentado en el vuelo hasta Charlotte he vuelto a caer prisionero de la ventanilla, y se ha sumado a ello un estado de erotismo mayor. Una tensión interna me desplaza y me crea un hueco. Una cisterna. Una sensación de una posible imagen con un oscuro deseo, algo tan anamórfico, que me aparece un herbazal infinito. Una cabellera suelta. Unas ondulaciones hasta al fin del viento. Allá. Donde se une con el azul y las nubes. La ligereza. Y se convierte en piel recién mojada por la hierba. En aguas (genésicas) que rebotan dentro de mí.
A mi lado han sentado a una joven de unas 400 libras. La han traído en una silla de ruedas. Dos asientos para ella. La azafata le ha buscado una extensión para atar todas sus protuberancias antes del despegue. Esta vez, quedo firmemente parapetado contra la ventanilla.
Nubes. Muchísimas. La lluvia contra la ventanilla deja lágrimas pasajeras. Y como no me gusta esa línea, me digo que la lluvia no debe describirse, y mucho menos con fluidos del cuerpo. La lluvia es lo que es. Y tal vez, a esta altura, ni siquiera se llame lluvia. Debe ser una nube acuosa. Un volumen vaporoso. Una inmensidad sin distribuir que necesita caer por su propio peso. Un cuerpo como el de esta joven a quien busco la manera de desatarla de su asiento.
No. Me pide que la ayude a liberarse de esa correa que le abulta las masas de la panza. “Would you mind helping me?” A tientas, resbalo sobre ella. Huele a cariofilinas recién cortadas. Hasta que encuentro, debajo de lo que aparenta ser sus muslos o sus nalgas, el broche del cinturón. Me da las gracias con su acento exagerado y sureño. Tiene una sonrisa sincera. Ojos hipnotizadores. Tienen ese gris de la pantalla de mi MacBook Air. Le quiero sonreír y no puedo. Sus ojos MacBook Air están clavados en el bulto de una erección.
La transparencia. Ante la mirada de ambos, su mano izquierda (hinchada y tibia) entra en mi bragueta. Sin prisa. Sin prisa me saca al aire. Sin prisa. Uñas cuidadas. Uñas rojo cundeamor. Su puño gigante me estrangula con una seguridad implacable. El avión entra en una turbulencia. Sin prisa. Su control me desvanece en la vibración. Sin prisa. La cabina se queda sin oxígeno. La presión intensa del puño me paraliza. La joven sin mirarme gruñe. De entre sus gruesos dedos veo que le salen unas espesas gotas de engrudo.
“What would you like to drink, Sir?” “Water, please”. “And the young lady?” “A coke and a cleanex, if you dont mind”.
El avión se estremece una vez más al traspasar una cortina de nubes. Luego, ya por debajo de ellas, se puede divisar, en miniatura, el centro comercial de Charlotte. El avión rugue y en pocos minutos golpea la pista. Algunos aplausos esporádicos. La joven ha palmoteado tres veces. Y el avión se desliza como si pesara más. De mi parte, siento un gran alivio llegar a esta escala. Tan pronto llegue al aeropuerto, le enviaré un texto a mi hija y le informaré que he llegado a Charlotte sin novedades.
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