14 de octubre y el 2011
Market Square. Es una plaza chata. No tiene monumentos. La placa del texto de Cormac McCarthy está en la parte norte y a ras del suelo, cerca de una tarima que más bien parece la de un anfiteatro sin terminar. La ves cuando la pisas. El resto es un rectángulo de pequeños restaurantes y bares. Algunas tiendas de ropa barata y bisutería. Es un sitio descolorido, sin alma, y donde domina el ladrillo.
Hoy hay una tremenda conmoción. Es Hola hora latina! Así mismo como lo acabo de escribir. Han aparcado, frente a las tiendas, quiscos de todo tipo. Y cada uno enarbola racimos de banderas de Latinoamérica y España. Me pregunto por qué me ha tocado este día. Batman me explica (vehemente) que él es quien ha organizado el festival. Que ya era hora de Hola hora latina! Me ataca el silencio de siempre. Ese tanque donde me sumerjo y se me corta la respiración. Desde mi asfixia, que también es la plaza con su historia embadurnada en dos o tres platos típicos, los aires se llenan de ese olor inconfundible cuando la grasa y la masa entran en el cuadrilátero de los fuegos y se levantan los aromas de las carnes y los condimentos del Nuevo Mundo.
Batman, cerveza en mano, intenta explicarme algo de la importancia de la existencia y la convivencia. Y, por un segundo, la cara de Batman, que es tan similar a la mía, se distorsiona y parece la de Benedetti. Y no me entero cómo, pero concluye, y bebo tres largos sorbos de cerveza, que este es un momento importante para reclamar quiénes somos. Pienso y titubeo. ¿Batman y Yo? ¿Los latinos quiénes son? En la punta de la lengua aquella canción de Serrat. Lo del Sur. ¿Aquí también existe? Y le tiro una ojeada a su rastro, a esa vaga forma de empanada, tacos de carne y pollo, guacamole, mole, alfajores, frijoles fritos y negros (gringuitos), tamales en hojas de plátano, y una gama de olores inciertos. En apariencia, este estado tácito de la geografía logra reducir cualquier conflicto a una actividad digestiva. Así este eslogan mal escrito puede ser digerido por los nativos de Tennessee en una rápida conversión. Un trámite. La cara inexistente de los que truecan dinero por comida típica cruza la frontera de la verdadera indiferencia. Allí, detrás, nadie los mira. El gentío se concentra en comidas y precios. A cambio, los quiosqueros solo oyen las órdenes y las manos que ofrecen el dinero. Ahí el gran intercambio cultural. Qué cojones. Me vuelve la misma imagen de anoche. La carreta con frutas. Los transeúntes (grises) que alguna vez trotaron en esta plaza e impresionaron a Cormac McCarthy.
Camino con Batman entre el gentío. Parece que todo Knoxville lo conoce. Empanadas colombianas. Más cerveza artesanal. Un tamal de cerdo guatemalteco. Música a las tres. Habrá flamenco, salsa. Lo de siempre. Sin querer estoy frente a un pabellón. Una señora me descarga un discurso cultural en su inglés. A Batman todo el mundo lo conoce, y aunque se parece a mí, la señora no se entera de nuestro parentesco. No sospecha mi latinismo, mi hispanismo, mi panamericanismo, mi españolismo, mi castellanidad, mi espiquismo. Ni siquiera sospecha que podría haber sido Robin. Entre explicaciones incoherentes me muestra fotos familiares, cartas, artefactos culturales. A un costado de la mesa veo una guitarra sin cuerdas y niego sumergirme otra vez en el tanque. Pero lo que me entra por los poros es tal tristeza que creo voy a vomitar. Un sudor frío me sube por la garganta. El tamal guatemalteco (ofendido) se me asoma en el esófago. Creo fallecer ante la imagen de una maraca y una carta enviada desde Nueva York a Ciudad Trujillo. ¿Qué pasaría si aquí me doy por vencido? O. ¿Y si vomito bajo la mirada de Batman y el gentío? La imagen la empujo bien adentro como lo hubiera hecho La Salamandra. Bien hacia el centro, donde la empanada colombiana y el desayuno de Petes van rumbo al canal de mis mierdas.
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